A lo largo de toda su historia, las relaciones políticas y religiosas entre las dos capitales de Roma y Constantinopla estuvieron marcadas por la alternancia entre la competencia y la colaboración, desde la división del imperio Romano hecha por Teodosio entre sus dos hijos, que significó implícitamente un reconocimiento de la preeminencia de Oriente en manos del mayor, Arcadio, sobre el Occidente a cargo de Honorio, hasta las discusiones entabladas entre las dos sedes episcopales acerca de su valor e importancia primaria como centros de la cristiandad.

Así, desde los tiempos de Teodosio, y aun antes, se convirtió en una regla a seguir el que los gobernantes de la parte occidental fueran avalados y reconocieran su vasallaje respecto a sus pares superiores afincados en Oriente, una tradición que se mantuvo hasta la caída de Roma y el derrocamiento de su último emperador en 476 e incluso después, en la medida en que, tras la destitución de Rómulo Augústulo, el jefe hérulo Odoacro se proclamó rey y envió las insignias imperiales hasta Constantinopla, pues continuaba reconociendo al gobernante bizantino como su superior y único emperador, y esta figura se mantuvo inalterada por mucho tiempo más, hasta el ascenso en Occidente de los francos y la coronación de Carlomagno como emperador de los romanos por parte del papa, en el año 800.

Por otra parte, si bien desde que se estableció la tradición de las cinco sedes episcopales principales (la Pentarquía, que incluía los cinco centros primordiales de la cristiandad, afincados en Roma, Constantinopla, Jerusalén, Antioquía y Alejandría) siempre se le concedió a Roma una distinción especial como sede del solio de San Pedro, no es menos cierto que también se dieron complejas discusiones acerca de la superioridad doctrinal de las distintas sedes, que llevaron a excomuniones y separaciones desde los primeros siglos de la cristiandad (como sucedió en su momento con Alejandría, segregada de las demás y base del posterior cristianismo copto ortodoxo desde los tiempos del Concilio de Calcedonia en 451), y que estas discusiones se hicieron particularmente agudas luego del sometimiento del cercano Oriente, y con ello de Siria, Palestina y Egipto, por parte de las fuerzas del islam a partir del siglo VII, lo que dejó únicamente como centros principales de la cristiandad a Roma y a Constantinopla.

Además, este conflicto entre las dos capitales se vio agravado por el deseo de los gobernantes bizantinos de ser ellos los que ejercían su autoridad imperial sobre el patriarcado, nombrando a los obispos según su conveniencia e interviniendo en los asuntos doctrinales para imponer sus propios criterios, al contrario de lo que sucedía en Occidente, donde el papa pretendía erigirse como única cabeza de toda la cristiandad (el orbe) y reclamar para sí el acatamiento de todos los soberanos y reyes europeos, que no podían reclamar legitimidad para sus gobiernos si no contaban primero con la bendición del pontífice de Roma.

A este hecho se le puede asociar la controversia que surgió a principios del siglo VIII en torno a la veneración debida a las imágenes, que llevó a que en 730 el emperador León III Isaurio prohibiera el culto a las mismas bajo el argumento de que se estaba cayendo en prácticas idolátricas, además de que los monjes estaban usufructuando de manera indebida dicho culto, lo que desembocó en enfrentamientos con Roma y con algunos sectores monásticos y conservaduristas dentro del clero bizantino. Esta querella, inicialmente de tintes doctrinarios, evolucionó pronto hasta adquirir importantes dimensiones políticas y significó para Bizancio la pérdida de territorios de su imperio, así como la generación de alianzas y componendas que resultaron determinantes en la elección de los siguientes emperadores durante los próximos ciento cincuenta años.

Más aún, la querella iconoclasta contribuyó a profundizar las diferencias entre Oriente y Occidente, al punto de que ambos centros terminaron por desarrollar formas propias de espiritualidad y creencias particulares que definieron profundamente los caracteres de cada uno y un extrañamiento de las creencias del otro: mientras que en Oriente la preocupación giró principalmente en torno a los aspectos divinos del fenómeno cristiano, lo que devino en últimas en un cristianismo más místico y esotérico, en Occidente la doctrina se centró principalmente en el carácter humano de Jesucristo, su calidad de “Dios entre nosotros”, lo cual terminó por derivar hacia un cristianismo más práctico y cotidiano, despojado hasta cierto punto de sutilezas espiritualistas.

Esto configuró entonces en Occidente la visión de los orientales como personas exaltadas y llevadas por el arrobamiento místico, en tanto que en Oriente se creó la imagen de los occidentales como creyentes fríos y mundanales. Con el tiempo, las divisiones se irían profundizando hasta llegar a hacerse irreconciliables, con diferencias que abarcaban incluso distintas definiciones de la fe y enfrentamientos armados durante las cruzadas que quedaron hondamente grabados en los imaginarios respectivos de ambos bandos. Las dos iglesias terminaron por excomulgarse mutuamente y separarse de manera definitiva en 1054, en el evento conocido como el Gran Cisma de Oriente y Occidente, y solo hasta años muy recientes del siglo XX, y gracias a la labor de papas modernizantes, es que ha empezado un intento de acercamiento ecuménico entre ambos centros de la cristiandad.