Durante el gobierno de Constantino V se convocó en Hiereia, ciudad del imperio, un concilio ecuménico eclesiástico para condenar la iconodulia, en el año 754, al que solo asistieron obispos iconoclastas y donde no hubo legaciones papales ni representantes de los otros patriarcados, por lo que la historia eclesiástica posterior niega el carácter ecuménico de este concilio. Aunque las decisiones del concilio concluían efectivamente con una condena a la adoración de imágenes como forma de idolatría, igualmente censuraban el saqueo y la profanación de las iglesias bajo la excusa de la persecución de las mismas imágenes, además de que, entre otras cosas, confirmaban el estatus de María como Theotokos, es decir, María como Madre de Dios.

En todo caso, Constantino se valió de las decisiones del concilio para recrudecer su campaña contra los iconódulos, considerados rebeldes dentro del imperio, mediante la supresión de las imágenes dentro de los templos, la crítica de las oraciones a los santos y a la Virgen, la confiscación de propiedades de la iglesia y la persecución de los monjes que se manifestaran contrarios a las normas, obligándolos a casarse cuando no eran exiliados, cegados o asesinados. Su fama pasó luego a la historia como la de un gobernante hereje y despiadado, e hizo que le fuera asociado el nombre denigrante de Copronimos, nombre de excremento.

A la muerte de Constantino, luego de más de tres décadas de gobierno, le sucedió en 775 su hijo León IV el Jázaro, quien para ese momento contaba con alrededor de veinticinco años y ya tenía un hijo pequeño de cuatro años de su mujer Irene. Frente a los problemas sucesorios que podrían generarse debido a la existencia de cinco hermanastros de León, hijos de Constantino con una esposa posterior, el nuevo emperador asoció inmediatamente a su hijo pequeño al trono y se aseguró el juramento por parte del Senado, el ejército y el pueblo, de que le guardarían fidelidad como emperador solo a él y a su hijo. Una vez logrado esto, León hizo que el patriarca metropolitano coronara como co emperador al pequeño niño durante la Pascua del 776, en una ceremonia asociada con fuertes connotaciones religiosas y sacerdotales. Aun así, al poco tiempo se descubrió una conspiración para derrocar a León por parte de sus hermanastros, por lo que todos fueron despojados de sus títulos nobiliarios y desterrados al Quersoneso, la costa norte del Mar Negro, como castigo por haber violado sus juramentos de fidelidad.

León continuó las políticas en relación con lo religioso establecidas por sus predecesores, si bien parece que demostró más interés por los conflictos que amenazaban su reino desde fuera que por las cuestiones teológicas internas que enfrentaban aún a iconódulos e iconoclastas. Así, durante su reinado se permitió el regreso de algunos iconódulos exiliados y la persecución contra los monjes amainó, con lo cual empezaron a normalizarse nuevamente las relaciones entre la corte y las iglesias ortodoxas. En lo referente a la política exterior, mantuvo la paz con los búlgaros e hizo frente a las agresiones de los árabes, a los que derrotó en dos campañas distintas a lo largo de su reinado.

Sin embargo, León murió prontamente y de manera inesperada en 780, a la edad de treinta años, por razones que aún resultan desconocidas. Las escasas crónicas de la época reproducen una historia fantástica según la cual el emperador tenía una personalidad extravagante y vanidosa que lo hacía amante de las joyas, por lo que gustaba especialmente de usar una lujosa y pesada corona de oro que pertenecía al tesoro de la Gran Iglesia de Hagia Sofía. Lamentablemente, el uso constante de dicha corona le indujo la aparición de unos forúnculos en la cabeza, que a su vez le causaron una fiebre maligna de la que murió después. Esta supuesta explicación exótica oscurece más de lo que aclara y deja entrever en últimas que nunca se supo la causa real de la muerte del emperador.

Lo cierto es que tras la muerte de León le correspondió a Irene, su esposa, asumir la regencia sobre su hijo, quien apenas contaba con nueve años, por lo que se iniciaron a partir de entonces unos importantes cambios en la política imperial que llevaron a que, pocos años después, las doctrinas iconoclastas fueran revocadas en un nuevo concilio ecuménico, reunido a instancias de la misma Irene, la cual mostró con el tiempo ser una gobernante capaz y decidida, al punto de que ella misma terminó asumiendo, a finales del siglo y en detrimento de su hijo, el trono de Bizancio como emperatriz en solitario.