En el año 780, con apenas treinta años, el emperador León IV de Bizancio moría repentinamente, con lo que la sucesión del trono quedaba asociada a su único hijo, Constantino VI, quien había sido reconocido como emperador sucesor al poco tiempo después de nacer. Sin embargo, por hallarse en ese momento en minoría de edad (tenía casi diez años a la muerte de León), la guía de Constantino quedó en manos de un consejo de regencia del que hizo parte importante su madre Irene, por ser considerada la persona que estaba en mejor posición para defender los intereses de la dinastía frente a las pretensiones al trono por parte de otras ramas de la familia, dado que León tenía cinco medios hermanos, tíos de Constantino, en edad de aspirar a convertirse en emperadores por derecho propio.

Irene fue nombrada entonces co gobernante en el imperio y se emitieron monedas con las efigies de ella y su hijo, como muestra del nuevo cambio de gobierno. Como cabía esperarse, poco después de la muerte de León los tíos de Constantino conspiraron para derrocarlo y ascender al mayor de ellos como emperador. Pero la conjura fue descubierta una vez más (ya lo habían intentado una vez antes, por lo cual habían sido despojados de sus rangos nobiliarios y expatriados) y fueron detenidos y exiliados muchos prominentes nobles implicados, en tanto que los cinco hermanos eran obligados a tomar votos clericales y a ejercer de oficiantes en la fiesta de Navidad de ese año, celebrada en la Gran Iglesia de Hagia Sofía, mientras Irene hacía una aparición pública como muestra y ostentación del poder imperial, en una jugada política maestra que muy pocos hubieran podido prever en la joven mujer.

Los primeros tres años de la regencia se dieron así dentro de una política firme que contribuyó a mantener la estabilidad del imperio. En 781 se dieron acercamientos con Carlos, rey de los francos, el futuro Carlomagno, a fin de concertar una alianza matrimonial para Constantino, al que le fue prometida la hija del gobernante franco, Rotrude la Roja. Mediante esta alianza, Irene esperaba quizá frenar las ambiciones expansionistas del poderoso rey franco, que ponían en peligro el dominio bizantino sobre el sur de Italia y la isla de Sicilia, además de reabrir los contactos con la cristiandad occidental, con miras a una posible conciliación futura. En oriente, por otra parte, las cambiantes relaciones con el mundo musulmán llevaron a que, tras una desastrosa campaña frente a un gran ejército árabe que se acercaba a la capital, Irene concertara un tratado de paz con el comandante Harun al-Rashid, quien se convertiría luego en uno de los más poderosos califas de la dinastía Abásida.

Estabilizada de este modo la frontera oriental, la atención se dirigió entonces hacia el noroeste para enfrentar la amenaza de los búlgaros y eslavos asentados en Tracia y Grecia, contra los que se adelantó una agresiva campaña de sometimiento al año siguiente, que fue celebrada luego como un gran triunfo en Constantinopla a principios de 784, y con una espectacular gira imperial por los territorios sometidos pocos meses después, todo lo cual contribuyó a aumentar el prestigio y la gloria del gobierno central. En ese mismo año enfermó el patriarca metropolitano, Pablo, quien presintiendo la proximidad de su muerte confesó ante la corte que siempre había sido un iconódulo sincero y que reprobaba la iconoclasia oficial de la corte en secreto, por temor de exponerse en público. Irene vio entonces una posibilidad de reunir a las facciones enfrentadas, consolidando así su propia posición frente a la iglesia, por lo que inició los preparativos para convocar un concilio ecuménico que revocara la iconoclasia, establecida como doctrina oficial del imperio desde hacía treinta años atrás.

Tras superar algunos inconvenientes iniciales se organizó finalmente el concilio en 787, en la ciudad de Nicea, que fue conocido luego como el VII Concilio Universal de la Iglesia, durante el cual se restableció la doctrina de la veneración de las imágenes, elevándolas a una nueva categoría dentro del arte eclesiástico y condenando la iconoclasia como herejía. El concilio resultó un éxito en muchos sentidos y esto quizá animó a Constantino, que ya se acercaba a los diecisiete años, a tratar de hacer valer sus derechos imperiales y asumir la dirección del gobierno, relegado a su poderosa madre a un segundo plano. Pero Irene supo mantener el control de la situación e impidió que Constantino pudiera hacerse cargo de su herencia. Rompió la alianza con los francos y la promesa de matrimonio entre Rotrude y Constantino, obligando a este a casarse al año siguiente con una nueva candidata llamada María de Amnia.

Frente a la previsible campaña de expansión del reino franco hacia los territorios bizantinos del sur de Italia, Irene adoptó entonces posiciones más agresivas, enviando hacia Occidente una fuerza militar para apoyar las pretensiones al trono de Lombardía de uno de sus protegidos, Adelgis, como una manera de entorpecer los planes del rey Carlos. Pero esta política falló desastrosamente en 789, además de que en el mismo año resurgieron las hostilidades en la frontera norte con los búlgaros y en el oriente con los musulmanes. Amenazada en tres frentes distintos, Irene debió afrontar además una revuelta de los militares que reclamaba la entronización de Constantino, a quien habían jurado fidelidad. Abocada a involucrarse en una guerra civil en medio de una situación de creciente tensión, Irene optó finalmente por retirarse y permitir el ascenso de su hijo, quien fue proclamado por las tropas como emperador único en octubre de 790, dando así fin al periodo de regencia.