Bizancio: El reinado de Miguel el Amoriano

Los comienzos del siglo IX en el imperio Bizantino estuvieron caracterizados por un clima de anarquía e incertidumbre política debido a las disputas internas, los continuos cambios de gobernantes y los distintos enemigos externos que amenazaban la supervivencia del reino. Al derrocamiento de la emperatriz Irene y el fin de la dinastía Isauria siguió el reinado de Nicéforo I Megas y de su hijo Estauracio, los cuales murieron ambos en el conflicto mantenido con los búlgaros. El ascenso de Miguel Rangabé, cuñado de Estauracio, no fue más que una fórmula de último momento para hacer frente a la crisis de mando que amenazaba con dar fin a la dinastía Niceforiana. Una nueva derrota contra los búlgaros permitió entonces el ascenso al poder de León V, militar experimentado, quien restauró la iconoclasia como doctrina del imperio, en consonancia con las creencias mayoritarias de sus unidades militares más fieles, lo cual le valió la enemistad de diversos sectores más conservadores dentro de la sociedad bizantina. Hacia el final de su reinado, que tuvo lugar cuando León fue asesinado en medio de una conjura el día de Navidad de 820, parece ser que al menos dos pretendientes aspiraban al trono de Bizancio: Miguel el Amoriano, antiguo compañero de armas de León, quien fue proclamado emperador en la capital tras la muerte de este, y Tomás el Eslavo, quien lideró una gigantesca rebelión en las zonas orientales del imperio que puso en jaque durante tres años la estabilidad del mismo.

La rebelión de Tomás fue de tal magnitud y marcó de manera tan drástica la política de aquellos años que constituye un capítulo aparte en la historia bizantina. Sin embargo, al cabo de tres años se hallaba completamente agotada: Tomás se refugió en uno de sus fuertes europeos, donde fue luego sitiado y posteriormente entregado a Miguel por sus propios soldados, tras de lo cual fue ajusticiado. Miguel pudo entonces dedicarse a organizar su gobierno, lo que posibilitó la estabilización de su dinastía, que estaría en el origen del renacimiento que vivió el imperio a lo largo de los siglos IX y X.

A pesar de esto, su imagen quedó distorsionada para la posteridad por la ortodoxia cristiana, a causa de sus orígenes dentro de una comunidad de herejes judeocristianos en el Asia y sus simpatías iconoclastas, por lo que fue retratado como una persona simple que apenas sabía leer y escribir, además de que siempre se hizo burla de su discapacidad para hablar, lo que hizo que pasara a la historia con el nombre de Miguel II Psellos (el tartamudo).

Miguel prosiguió con la política iconoclasta iniciada por su predecesor León y confirmó los decretos del Concilio iconoclasta de Hiereia de 754, criticando las prácticas extendidas de veneración de imágenes dentro de la iglesia, aunque apoyó de manera tácita la reconciliación con los iconódulos, suspendiendo las persecuciones y permitiendo el regreso de varios destacados obispos y eclesiásticos que habían sido exiliados en los años anteriores.

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Inicialmente casado con Tecla, una hija del prominente general Bardanes el Turco, tuvo con ella un único hijo, Teófilo, que se convertiría luego en el heredero al trono. Pero la emperatriz reinó por poco tiempo y murió hacia el año 823, tras lo cual Miguel, ansioso de legitimar su vacilante posición dentro de la corte bizantina, hizo traer a Eufrosine, la hija del emperador de la dinastía Isauria Constantino VI con María de Amnia, y contrajo nupcias con ella. En esta decisión se encontró con una fuerte oposición entre el clero, dado que Eufrosine había sido previamente ordenada como monja a instancias de su difunto padre, lo que alimentó más aún las hostilidades de la iglesia.

Tras la conclusión de la revuelta de Tomás el Eslavo en 823, Miguel quedó con unas fuerzas militares seriamente dañadas y debilitadas, lo que le impidió hacer frente a los ataques posteriores de árabes y sarracenos, que hostilizaron las fronteras meridionales y orientales del imperio. Los últimos años de su reinado se vieron marcados por las incursiones de los piratas sarracenos en Creta, que terminó siendo tomada por una fuerza de diez mil hombres y cuarenta barcos en 824. La expedición enviada por Miguel para recuperar la isla en 826 resultó infructuosa y a partir de entonces el mar Egeo quedó, como comentan las crónicas de la época, infestado de piratas

y se tornó un lugar inseguro para la navegación comercial. Igualmente, el comandante naval de la Sicilia bizantina, Eufemio, decidió sublevarse por la misma época y para ello solicitó ayuda de la relativamente reciente dinastía islámica de los Aglabíes, establecida en el norte de África. Estos enviaron una flota en 827 y pusieron a Siracusa bajo asedio. Eufemio murió en 828 en medio de las operaciones, pero los Aglabíes continuaron sus combates contra los bizantinos, lo cual marcó desde entonces el inicio de la pérdida de la influencia bizantina en la isla.

Miguel murió en 829, por causas naturales, tras lo cual le sucedió en el trono su único hijo, Teófilo, de dieciséis años de edad, el segundo de los gobernantes de la dinastía Amoriana.

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