BIzancio: El reinado en solitario de Irene, basileus de Bizancio

En el año 797, ante diversas crisis que se cernían sobre el imperio, el emperador reinante Constantino VI fue depuesto por su propia madre, Irene de Atenas, quien lo hizo cegar para impedir toda pretensión al trono por parte de este y asumió desde entonces el mando como emperatriz en solitario. Puesto que ya desde antes Irene ostentaba el título de emperatriz asociada al trono, su único acto oficial para dar paso al cambio de gobierno fue emitir un comunicado para dar la noticia de que su hijo había perdido la vista y que, por lo tanto, ya no estaba en condiciones de seguir al frente del imperio. El reinado de Irene en solitario se dio en un interesante momento de la historia medieval, coincidiendo con el creciente ascenso del poder franco en Occidente en la figura de Carlomagno, así como con el cénit de la dinastía Abásida bajo el gobierno de Harún al-Rashid, el espléndido califa de Las mil y una noches.

Una vez se conoció en Constantinopla la noticia de destitución del emperador Constantino VI surgieron entonces nuevos intentos de ascender a alguno de los tíos de este al trono de Bizancio: una primera conjura fue desbaratada a fines de 797 por Aecio, uno de los eunucos de confianza de la emperatriz, quien desterró a los pretendientes a Atenas. Al año siguiente, parte de las tropas de la Hélade se aliaron con un caudillo eslavo llamado Akamir para llevar a cabo una rebelión que pretendía nuevamente el mismo objetivo. Irene envió entonces una fuerza de contención para sofocar la revuelta y los cuatro tíos fueron finalmente cegados, un procedimiento comúnmente usado tanto en Bizancio como en Occidente para inhabilitar las pretensiones de algún rival político, así como castigar los delitos y las infracciones políticas de los altos cargos eclesiásticos. En Occidente, resulta notable la conjura que en 799 trató de imponer el mismo castigo al papa León III, el que coronó a Carlomagno, y de la cual se salvó casi que milagrosamente. A pesar de haber sido inhabilitados, los tíos de Constantino VI aún habrían de ser apoyados en una conspiración posterior para restaurarlos en el gobierno imperial, más de una década después, durante el reinado de Miguel I, lo que revela la fidelidad que se mantenía todavía al linaje de la dinastía Isauria.

Entre tanto, una vez afirmada en el poder y para dar testimonio de su reinado en solitario, Irene ordenó la emisión de monedas que presentan su imagen en ambas caras junto al título de basilissa (emperatriz), de modo que todos los ciudadanos del imperio supieran que ella era la única gobernante en ejercicio y no albergaran ninguna duda acerca de su autoridad. Curiosamente, y dado que tradicionalmente las disposiciones legales dentro del imperio se ubicaban bajo la figura del “gran emperador, fiel en Cristo”, Irene firmó los documentos oficiales y las cartas diplomáticas emanadas en su gobierno haciendo uso de la forma masculina basileus, de manera que resultara claro que ella no era simplemente la consorte sino el emperador mismo, la fuente última del derecho y del poder. A pesar de la novedad que podía significar el que una mujer ocupara el trono de Bizancio, no parece que la aparición de Irene como gobernante única y emperador causara alguna particular indignación entre el pueblo.

Se asocia al gobierno de Irene con una renovada actividad constructora dentro del imperio, reflejada en la construcción y la restauración de palacios, iglesias y monasterios, la habilitación de nuevos talleres para artesanos y la fundación de edificios públicos orientados particularmente al bienestar social como cementerios, comedores y albergues para los extranjeros y los pobres. Junto a esta actividad constructora febril, Irene se valió de sus apariciones públicas, donde hacía a veces gala de filantropía repartiendo monedas entre los asistentes, para consolidar su prestigio y aumentar el número de sus partidarios.

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Igualmente, en un intento de estabilizar la política exterior del imperio, Irene envió en 798 embajadas diplomáticas a los reinos de los francos y los árabes. Si bien el califa Harún al-Rashid rechaza las propuestas de paz y continúa hostilizando al imperio, en Occidente son mejor recibidas por Carlos, rey de los francos, quien devuelve en paz a los embajadores y permite la reapertura de los contactos entre Oriente y Occidente, rotos desde hace tiempo atrás.

En estas nuevas circunstancias, Irene empezó a hacer consideraciones en torno a la futura cuestión sucesoria, si bien parece ser que no le atrajera mucho la limitación de su propio poder al tener que elegir un esposo. Ya había rechazado algunos consejos acerca de la idea contraer matrimonio, sobre todo los ofrecidos por su eunuco Aecio, quien se esforzó por hacer figurar a su hermano León como un posible candidato. En 799 la emperatriz cayó gravemente enferma y se desató una lucha por el poder entre sus consejeros eunucos más cercanos, que pretendían hacerse con el imperio para sus propios familiares.

Por la misma época, parece ser que una embajada bizantina procedente de Sicilia se acercó al rey franco para tratar de concertar una alianza matrimonial de conveniencia, de tal manera que Carlos pudiera continuar gobernando en Occidente e Irene lo hiciera en Oriente en colaboración pacífica. Aunque los detalles acerca de esta supuesta embajada resultan oscuros y poco fiables, lo cierto es que, una vez coronado como emperador de los romanos

por el papa en la navidad del año 800, Carlos detuvo los proyectos de expansión sobre las provincias bizantinas en Occidente y poco después envió embajadores a Constantinopla para negociar una alianza matrimonial con Irene, a fin de reunir en una sola figura las dos partes del mundo romano.

La embajada arribó a la capital bizantina a mediados de 802 y la emperatriz escuchó entonces la propuesta de los mensajeros con interés, aunque algunos cortesanos, entre ellos Aecio, consideraron como una amenaza al imperio esta posibilidad de alianza con un reino extranjero. Este último conspiró finalmente con Nicéforo, el ministro de finanzas, para tratar de derrocar a la emperatriz reinante con el apoyo de algunos otros cortesanos descontentos y el respaldo de una facción de los militares acantonados en la capital. El 31 de octubre de ese mismo año, los conjurados rodearon el palacio imperial y depusieron a Irene, en un rápido golpe de estado que no provocó derramamientos de sangre. Nicéforo fue proclamado nuevo emperador y los embajadores francos, que fueron testigos del cambio, retornaron poco después a su territorio, sin haber logrado su objetivo principal. Con esta acción incruenta llegaba así a su fin al primer gobierno femenino en la historia del imperio bizantino.

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