A principios del siglo XI el poder de los musulmanes turcos selyúcidas se alzaba con fuerza en Asia Menor y oriente, y en 1076 Jerusalén fue capturada. Los turcos se mostraron mucho menos hospitalarios que sus predecesores fatimitas chiitas, maltratando a los peregrinos cristianos a que emigraban a Tierra Santa por causa de su religión, lo que provocó que el emperador bizantino Alejo Comneno solicitara ayuda al papa en Occidente, Urbano II, a fin de levantar un ejército mercenario cristiano que les ayudara a luchar contra los infieles turcos.
En 1095, Urbano convocó a la Cruzada contra el infiel musulmán, desatando de este modo una guerra religiosa que se extendería a lo largo de los siguientes dos siglos, e incluso más allá, con otras motivaciones y destinos, y que afectó de manera profunda y permanente las relaciones entre oriente y occidente, así como entre el mundo musulmán y el mundo cristiano. Las relaciones de los cruzados con los bizantinos experimentaron dificultades ya desde la Primera Cruzada, que dejó una huella indeleble luego de la toma de Jerusalén en 1099, cuando todos sus habitantes, musulmanes, judíos y cristianos, fueron masacrados indistintamente, lo cual puso en evidencia la ferocidad y barbarie de los ejércitos cruzados y abrió igualmente una herida con el mundo musulmán que aún hoy en día tiene sus repercusiones. Con la Primera Cruzada se crearon los primeros Estados Latinos de Oriente, con el consecuente problema de suscribir la soberanía de estos, bien fuera al papa de Roma, bien al emperador de Bizancio, por más de que en la práctica fueran casi estados semi independientes en territorio enemigo.
Militarmente, las Cruzadas resultaron en una especie de fracaso para Occidente en su momento, si bien las opiniones pueden diferir. Cogidos por sorpresa y divididos, la respuesta inicial de los musulmanes fue pobre y mal organizada, pero la siguiente Cruzada de 1144 enfrentó a los cristianos con unas fuerzas enemigas mucho más poderosas, y el resultado final fue más bien dudoso para ambas partes. Su consecuencia más importante fue dejar preparado el terreno para la emergencia de Saladino, quien para 1187 volvió a conquistar la ciudad santa de Jerusalén para el islam, desatando de este modo la Tercera Cruzada, donde demostró ser un brillante estratega y un hábil político. Tras el arreglo que alcanzó en 1192 con el jefe cruzado Ricardo Corazón de León, la ciudad santa quedó abierta al peregrinaje de cristianos, pero el reino latino de Jerusalén se perdió para siempre, y la ciudad ya nunca volvió a quedar bajo ningún dominio cristiano.
No obstante, aquello no impidió que, en 1199, cien años después de la primera convocatoria hecha por Urbano II, el nuevo papa de ese momento, Inocencio III, convocaría una nueva Cruzada, la cuarta esta vez, para dar apoyo a los reinos cristianos de Oriente, pero cuyo primer objetivo por motivos estratégicos y económicos era Egipto. Sin embargo, antes de embarcarse en Venecia los ejércitos cruzados fueron atraídos por un usurpador bizantino para que atacaran la ciudad de Constantinopla, prometiéndoles una posterior paga y apoyo para llevar a cabo la Cruzada. Este episodio marcó el punto culminante del distanciamiento entre Oriente y Occidente, entre el Imperio bizantino y los reinos francos y europeos que rendían obediencia al papa. Finalmente, en los ires y venires de las intrigas palaciegas bizantinas, los cruzados decidieron apoderarse de la ciudad en 1204, dedicándose luego al saqueo indiscriminado y a la matanza dentro del Dique Iluminado, expulsando a la legítima casa reinante, Ducas, para instalar allí un débil e inestable reino latino en cabeza del conde Balduino de Flandes como nuevo emperador. Los señores de Bizancio, a su vez, se replegaron hacia territorios independientes y lejanos donde se retiraron a esperar su mejor momento.
A pesar de que no sería la última de las Cruzadas, y en los años posteriores vendrían más, y aunque en 1261 el trono de Constantinopla volvió a ser recuperado por una casa legítimamente griega, Paleologos, la imagen de los cruzados como bárbaros capaces de atacar a sus hermanos en fe y de matarlos sin excusa e indiscriminadamente, junto a judíos y musulmanes, dejó una perdurable huella de recelo y desconfianza en el imaginario de Oriente, y las discrepancias se ahondaron. El imperio bizantino nunca pudo recuperarse totalmente de la herida causada por la invasión de los cruzados occidentales, y a partir de entonces la anteriormente gloriosa ciudad de Constantinopla conoció un lento declive, sin ser capaz de recuperar su antiguo esplendor como epicentro del mundo griego cristiano, hasta la toma final por parte de los turcos otomanos en 1453, lo que significó el fin del imperio romano de Oriente.