Con la dinastía Isauria de principios del siglo VIII se recuperó de nuevo el esplendor y el poderío del imperio Bizantino luego de los años oscuros que marcaron el final de la anterior dinastía Heracliana, cuando la unidad misma del imperio pareció languidecer ante los múltiples conflictos que amenazaban su supervivencia: la penetración de los pueblos eslavos paganos que irrumpían en grandes oleadas por la frontera norte, la lucha por la primacía sobre el mundo cristiano sostenida con el papado romano, las divisiones políticas y religiosas al interior de la corte bizantina o el poder creciente del califato de los Omeyas, que buscaba convertirse en la potencia del momento luego de la conquista del imperio persa de los Sasánidas y las exitosas campañas de sometimiento del norte de África y la península Ibérica, lo que proyectaba un futuro sombrío para la totalidad de la cristiandad europea y mediterránea.
León III, el iniciador de la dinastía, reorganizó completamente el gobierno y logró establecer una sólida base de poder que le permitió asegurar la continuidad de la dinastía. Aunque fue un gobernante fuerte que luchó contra los árabes y mantuvo a raya a los búlgaros, su reinado de veinticuatro años estuvo marcado particularmente por la controversia que se inició a partir de la promulgación de una serie de medidas que restringían el uso y la reproducción de representaciones de lo sagrado dentro de la liturgia, las cuales fueron conocidas bajo el nombre genérico de reforma iconoclasta.
Esta política fue continuada de manera aun más radical por su hijo Constantino V, ascendido como emperador en el año 741, luego de derrotar en los primeros años de su gobierno un intento de usurpación del poder liderada por las facciones iconódulas dentro de la corte. Constantino persiguió a los monjes y funcionarios dentro de su administración que defendían la iconodulia, expropió bienes de la iglesia y de los monasterios, se armó de razonamientos doctrinales para sostener sus políticas y terminó por convocar un concilio de obispos en Hiereia, en el año 754, para dar a la postura iconoclasta el carácter de dogma teológico. Esta injerencia dentro de los asuntos eclesiásticos provocó el rechazo de las otras sedes patriarcales, que llegaron a excomulgar al patriarca de Constantinopla y a distanciarse de la iglesia bizantina en tanto se mantuviera la política iconoclasta. Aunque vale la pena aclarar que, en las circunstancias dadas, sólo la sede de Roma guardaba todavía algún peso de autoridad frente a Constantinopla, dado que las otras sedes de Antioquía, Jerusalén y Alejandría se hallaban para ese momento bajo el poder de los musulmanes, que si bien no anularon completamente el cristianismo en aquellas regiones, sí contribuyeron con mucho a eclipsar su preeminencia como sedes patriarcales.
Constantino, por su parte, se dedicó a estabilizar interna y externamente el imperio, asociando su fe iconoclasta con las diversas campañas que llevó a cabo contra los árabes y los búlgaros, y estableciendo un precedente de triunfos con los que logró asegurarse la fidelidad de sus tropas. De su primer matrimonio con una princesa de la tribu de los jázaros llamada Cicek (flor) tuvo un único hijo varón al que designó su heredero, llamándolo León, como su abuelo, y que pasó a ser conocido entonces como León el Jázaro.
También, desde la provincia de Grecia, recuperada desde hacía poco tiempo y aún bajo la amenaza del paganismo eslavo, Constantino mandó traer una esposa para su hijo, una cristiana de nombre Irene Sarandapequina, también conocida como Irene de Atenas, quien resultaría de importancia crucial en la restauración de la iconodulia años después, luego de la muerte de su esposo León. Mediante esta alianza con una familia cristiana de Grecia, Constantino esperaba consolidar una nueva zona de expansión cristiana bajo la autoridad de Bizancio en lugar de la de Roma, promoviendo la conversión de las tribus eslavas que habitaban en ese momento la Grecia central.
Constantino V murió en 775 a causa de una herida en la cadera durante una de sus campañas contra los búlgaros. A su muerte le sucedió su hijo con el nombre de León IV, quien fue el último de los gobernantes isaurios que mantuvo la iconoclastia como política imperial, y durante su reinado le fue permitido a muchos iconódulos exiliados regresar a Bizancio. Sin embargo, el reinado de León fue breve, pues murió por causas desconocidas en 780 dejando el gobierno en manos de su pequeño hijo, Constantino VI, de solo nueve años de edad y bajo la regencia de Irene, quien al poco tiempo se reconciliaba con los iconódulos, convocando un nuevo concilio que revocaba las decisiones adoptadas en el concilio anterior de Hiereia y dando así fin al primer periodo iconoclasta de la historia bizantina.
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