Aunque las ciudades-estado griegas de la Época Arcaica valoraban por sobre todo su independencia y su autonomía, por lo que vivían continuamente guerreando entre ellas, su sentido de identidad cultural también les posibilitaba el llegar a formar una coalición cuando se trataba de defenderse todos frente a la amenaza de una gran potencia extranjera.

Ya para el año 500 a.C., el imperio persa aqueménida fundado por Ciro el Grande (c. 600 a.C. – 530 a.C.) controlaba un vasto territorio que abarcaba casi todo el oriente medio y próximo hasta los territorios de Europa que hoy corresponden a zonas de Macedonia, Bulgaria y Rumania, al norte del mundo griego, con lo que se perfilaba como el más grande y poderoso de los imperios en ese momento, al punto de llegar a dominar, con Cambises, hijo de Ciro, a la otra gran civilización y potencia del momento, el imperio egipcio del Nilo.

Frente a esta gran amenaza potencial, los griegos no podían sentirse seguros, y pendía sobre ellos el interrogante de cómo deshacerse de los persas, frente a la posibilidad insoportable de ser anexionados y absorbidos por un fuerte imperio de raíces y carácter marcadamente orientales. Fue esto lo que los decidió luego a coaligarse en una serie de alianzas defensivas contra la amenaza próxima.

En el año 499 a.C. algunas ciudades jónicas de ascendencia griega, pero de dominio persa, en la costa occidental de Anatolia (actual Turquía) y en las islas cercanas, lideradas por la ciudad de Mileto, decidieron rebelarse contra el imperio persa, y para ello solicitaron la ayuda y protección de sus demás parientes griegos en las otras ciudades de la Hélade. Tan sólo Atenas y algunos otros aliados les prestaron ayuda, pero no Esparta ni las demás ciudades del Peloponeso. La reacción del imperio persa no se hizo esperar, y el Gran Rey Darío I de Persia envió una expedición para apaciguar a los revoltosos. Le tomó seis años, durante los cuales se fueron rindiendo y recuperando una a una las diferentes ciudades que habían tenido parte en la revuelta; al final solo quedaba Mileto, la principal instigadora de la rebelión, que terminó por ser tomada tras un asedio, arrasada y sus ciudadanos deportados a Babilonia, o muertos, en 493 a.C.

Cuenta la leyenda que, tras someter la revuelta, el Gran Rey Darío quiso saber quiénes eran esos atenienses que habían prestado ayuda a los jonios. Cuando le dieron la respuesta, hizo un juramento a Ormuz, su divinidad, para que le permitiera castigar a los atenienses, y de allí en adelante encargó a un siervo para que, en cada ocasión en que se sentara a cenar, le recordara tres veces al oído: “¡Señor, acordaos de los atenienses!”.

Así, en el año 490 a.C. los persas, aconsejados por desertores griegos que deseaban hacerse con el poder, se decidieron a enviar un gran ejército para hacer la guerra a los atenienses y castigarlos por sus acciones contra el imperio. Desembarcaron, luego de otras conquistas, en la llanura de Maratón, a pocos kilómetros al oriente de Atenas, pero fueron definitivamente rechazados por las fuerzas combinadas de atenienses y plateos, que pelearon con audacia y determinación. Tras la victoria, Milicíades, el general ateniense, envió un mensajero llamado Filípides para que diera la noticia en su ciudad, el cual, tras cumplir su misión, murió a causa del agotamiento de la carrera (de aprox. 42 km), o quizá también debido a heridas recibidas en la batalla. El general persa Artafernes, luego de comprobar el valor y determinación de los griegos, decidió retirarse y regresar al Asia Menor, lo que dio por concluida la Primera Guerra Médica (llamada así por los medos, el nombre con que los griegos llamaban a los persas).

Sin embargo, diez años después y con un mejor equipamiento, Jerjes I, hijo de Darío, intentó de nuevo someter al mundo griego, decidido a acabar con el asunto de una buena vez. Construyó un imponente puente sobre el estrecho que separa Asia de Europa (los Dardanelos, entre Abidos y Sestos) e hizo pasar un enorme ejército para enfrentar a los griegos. Estos ya habían firmado una alianza militar entre las distintas polis para enfrentar la amenaza en su territorio, y en 480 a.C. el rey espartano Leónidas I presentó resistencia a los persas en el estrecho paso de las Termópilas, para evitarles el acceso a Grecia central, con una reducida fuerza de 300 espartanos y 700 tespios. La batalla duró tres días, durante los cuales los persas no pudieron forzar el paso, hasta que un traidor reveló la manera de rodearlo para caer sobre los griegos por detrás. Los espartanos de Leónidas prefirieron morir antes que entregarse, y el ejército persa pudo por fin pasar y destruir Atenas. Pero los atenienses habían evacuado ya la ciudad, y en una brillante (y quizás arriesgada) maniobra, el general ateniense Temístocles llevó a sus enemigos a presentar batalla naval en el estrecho de Salamina, donde las naves persas se desordenaron, chocando entre ellas, y terminaron siendo derrotadas por la armada griega. Jerjes se retiró, temeroso de quedar aislado en Europa, con su armada destruida y su ejército desmoralizado, pero volvió al año siguiente para invadir Grecia, hasta que sus fuerzas fueron definitivamente vencidas por una confederación de espartanos, atenienses y otros aliados en la batalla de Platea (479 a.C.), con lo que se puso fin al sueño persa de dominar la Hélade.

Tras esta victoria, los espartanos, lacedemonios y peloponesios dorios se retiraron de vuelta a sus hogares, pues se habían ganado una merecida fama de bravos y aguerridos soldados, con los que nadie deseaba enfrentarse, y eso los llevó a convertirse en árbitros de las disputas entre las otras ciudades. Pero Atenas decidió continuar la guerra contra los persas hasta lograr erradicar definitivamente de su patria la amenaza oriental. Para tal fin, fue uniendo en una alianza cada vez mayor a otras ciudades-estado jónicas (la llamada Liga de Delos) y continuó las hostilidades hasta lograr, en 449 a.C., la firma de un tratado de paz con los persas, que los comprometía de hecho a no volver a intentar una invasión militar en la Hélade, y les concedía plena autonomía a todas las ciudades-estado griegas.

Pero, libres ahora de la amenaza persa, tanto el poder de Esparta a nivel militar y terrestre, como el poder de Atenas a nivel comercial y marítimo fueron creciendo cada vez más, y sus zonas de influencia se fueron ampliando, al punto de que, pocos años después, Atenas había sometido a todas las ciudades jonias de la Liga de Delos a un tributo por servicios de defensa, llegando con esto a convertirse en un nuevo “imperio” dentro del mundo griego, cosa que no fue bien vista por los espartanos y sus aliados, y que terminó desembocando finalmente en una nueva y más larga guerra, pero esta vez entre antiguos aliados dentro del mundo griego, la llamada Guerra del Peloponeso.