A partir del siglo XIII, Europa experimentaba una serie de nuevas dinámicas que iban perfilando la decadencia de las instituciones medievales vigentes hasta el momento, entre ellas la de una Iglesia monolítica y todopoderosa, con dominio sobre todos los asuntos mundanales y prerrogativas especiales que la ubicaban por encima de los mismos reyes y emperadores, con una jurisdicción especial que la habilitaba incluso para instituirlos e intervenir en los asuntos políticos y sociales de los distintos reinos, en la medida en que se erigía como cabeza única de toda la cristiandad.
Sin embargo, la nueva coyuntura y la afluencia de riquezas hacia el continente, derivadas de una revitalización del comercio y al impulso dado por las Cruzadas, perfilaban también la imagen de una institución eclesiástica que se iba haciendo demasiado rica y con demasiado poder temporal, preocupada muchas veces más por acumular riquezas y mantener su poder que por ejercer su labor de guía pastoral en frente de su grey. También es el tiempo en que, como respuesta, la misma Iglesia desarrolla complejos argumentos teológicos que la sustentan como institución, pero también genera reacciones violentas de supresión de las ideas y las personas disidentes, o de aquellas que se empeñaban en señalar los errores y las corrupciones de la misma institución, acusándolas de herejía y condenando muchas veces a la hoguera tanto sus escritos como sus personas.
Una de las primeras polémicas de gran resonancia dentro del mundo europeo de aquella época fue la que protagonizó el teólogo inglés John Wyclif, durante la segunda mitad del siglo XIV. Este gran pensador y reformador, precursor del movimiento protestante, aprovechó la protección que tenía en la corte inglesa para realizar una aguda crítica de la institución eclesiástica de su época, exigiendo que se volviera a las fuentes originales de la Sagrada Escritura como regla suficiente de fe, así como una renuncia a las riquezas y las pretensiones temporales en favor de una Iglesia más espiritual. Wyclif se mostraba partidario de acceder a la palabra de Dios de manera directa, sin mediadores que interpretaran el texto por uno, dado que con su Revelación Dios se bastaba a Sí Mismo. Debido a esto, realizó hacia 1380 una traducción de la Biblia latina, la conocida Vulgata de san Jerónimo, hacia la lengua inglesa, iniciando de ese modo la tradición de volcar la Sagrada Escritura en las llamadas lenguas vernáculas europeas y desafiando igualmente la prohibición de la Iglesia de hacer tales traducciones.
El movimiento iniciado por Wyclif alcanzó gran difusión y extensión dentro de Inglaterra, y su obra influenció definitivamente el pensamiento de varios reformadores posteriores, entre ellos el de Jan Hus. Este fue un pensador checo, rector de la Universidad de Praga, teólogo y filósofo, quien declaró que reconocía como cabeza de la Iglesia únicamente a Cristo, más no a los papas ni a los prelados eclesiásticos. Tanto Wyclif como Hus vivieron durante una época en que se presentó una larga querella papal conocida como el Cisma de los Papas, cuando hubo hasta tres obispos pretendientes al título papal, y ambos reformadores criticaron la lamentable situación de la Iglesia de aquella época, su corrupción rampante y su desmedida ambición de riquezas.
El Cisma papal terminó hacia 1417 tras la celebración del llamado Concilio de Constanza, que duró casi cinco años, durante el cual también se discutieron las críticas proferidas por estos pensadores, accediendo luego a la realización de algunas reformas, pero condenando las ideas y los escritos de ambos por herejes y sediciosos. Aunque Wyclif había muerto en 1384, la condena póstuma decretó la quema de sus libros y de su cadáver, para arrojar luego sus cenizas al río.
Jan Hus, por su parte, quien gozaba inicialmente de la protección imperial para defender sus ideas ante el Concilio, perdió luego el favor real y terminó siendo excomulgado por los miembros del mismo Concilio. Poco después fue apresado y condenado como hereje, ante su negativa a retractarse de algunas de sus ideas, siendo quemado luego en la hoguera con todos sus escritos, en la ciudad de Constanza, el 6 de julio de 1415.
La muerte de Jan Huss marcó una ruptura dentro del cuerpo de la Iglesia, y tuvo sus propias repercusiones dentro del espíritu nacionalista bohemio. Tanto sus seguidores como los de Wyclif fueron luego duramente perseguidos por la Iglesia católica; sobre todo la supresión del movimiento husita se caracterizó por su crudeza y su violencia, llegando a desenvolverse después en una serie de crudas guerras que enfrentaron a los husitas con el imperio y consigo mismos, y que se resolvió luego de varias cruzadas, todo lo cual terminó por dejar una honda huella en el pensamiento y la devoción de los checos. Durante el siglo XX, la figura de Jan Huss experimentó una rehabilitación por parte del papado, y hasta el día de hoy se considera la posibilidad de pedir perdón al pueblo checo por su muerte.
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