Cristianismo: Cristianismo primitivo

Tras la crucifixión de Cristo, el evangelio empezó a ser predicado “en todas las regiones de la tierra”, entre las comunidades judías, y en el libro de los Hechos de los Apóstoles se narran algunos de estos esfuerzos, como que ya desde muy temprano la iglesia de Jerusalén fue perseguida y cómo entonces el Mensaje fue llevado a otros lugares, a Judea y a Samaria, e incluso hasta la lejana Etiopía. Luego viene la experiencia de Saulo Pablo en Cristo, que lo lleva a proclamarse Apóstol de los gentiles y a encaminar su predicación personal del evangelio entre los paganos helenizados del imperio romano, valiéndose para ello de la versión traducida al griego del Antiguo Testamento, la llamada Septuaginta o Biblia de los Setenta. Con esto, Pablo daría lugar al desarrollo de una teología particular, donde la mera observancia de la Ley mosaica y de la Alianza de Yahvé quedaba ahora trascendida, luego del sacrificio de Jesús por el perdón de los pecados de la humanidad, por medio del bautismo y la declaración de fe en Cristo, merced a la gracia gratuita concedida por Dios para la salvación de todos los hombres.

Sobre la base de esta nueva teología las comunidades cristianas empezaron a organizarse dentro del mundo greco romano, primero como una secta más dentro del Judaísmo, en competencia con otras sectas de linaje similar como los fariseos, los saduceos y los esenios. Sin embargo, las fricciones entre los gentiles paganos y los judíos cristianizados dieron lugar pronto a debates entre los primeros padres de la Iglesia para definir los alcances de la nueva prédica y, luego, eventos tan decisivos como la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén por las legiones romanas en el año 70 d.C. fueron marcando una progresiva diferenciación y un distanciamiento del naciente Cristianismo como una fe distinta y de propio derecho, separada del Judaísmo, con su doctrina, prácticas y rituales particulares y abierta a todos los gentiles, es decir, con un carácter universal.

Comenzó entonces la preocupación entre las iglesias por establecer un corpus dogmático escrito que diera justificación y forma a la nueva religión, y durante todo el final del siglo I y a lo largo del siglo II se dieron diversos intentos de sistematización de las enseñanzas evangélicas, en donde las cartas paulinas ocuparon un lugar de preponderante relevancia, al lado de los evangelios, para dar lugar a un Nuevo Testamento, conjunto y contiguo a la Antigua Alianza, pero superándola en Cristo.

También, durante esta época empezaron a surgir diversos grupos de carácter heterodoxo, conocidos bajo la denominación global de gnósticos, en lugares como Alejandría y Siria, hervidero de ideas y escuelas de pensamiento de todas las tendencias para ese tiempo, que realizaban combinaciones de enseñanzas extraídas del judaísmo y de la filosofía griega (sobre todo de Platón), o de creencias y religiones orientales, con la mística cristiana de la salvación, para extraer interpretaciones particulares. Estos grupos fueron en general rechazados como heréticos por los primeros padres de la ortodoxia cristiana, quienes esgrimieron contra ellos argumentos para desautorizarlos en libros como al Adversus Haereses, de Ireneo de Lyon, hacia el 180 d.C., y la Refutación contra todas las herejías de Hipólito de Roma, discípulo de Ireneo, escrita quizá a principios del siglo III, que contribuyeron a la idea de fijar un canon de textos divinamente inspirados

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, como fuente única de toda la fe y la doctrina cristiana.

Pero la tarea no era fácil, dada la diversidad de corrientes e interpretaciones distintas que se daban entre las múltiples comunidades cristianas dispersas para ese momento por una buena parte del mundo mediterráneo romano, en África, Asia y Europa. Aunque casi todas las herejías fueron en su momento reprimidas, algunas se revelaron muy resistentes y persistieron por varios siglos, en las márgenes del imperio y de la hegemonía de los patriarcas de la iglesia, o resurgieron con el tiempo transformadas en nuevas corrientes heterodoxas. Interpretaciones como las del nestorianismo o el monofisismo, corrientes cristianas divergentes, se extendieron por el Asia profunda llegando hasta los extremos de China y la India, donde persisten comunidades hasta la actualidad, separadas y autónomas. Otra corriente importante fue el arrianismo anti trinitario, surgido a mediados del siglo III en Alejandría, que influenció la Europa del Alto Medioevo (el periodo subsiguiente a la caída del imperio romano) por siglos y disputó durante mucho tiempo la hegemonía espiritual de Roma sobre vastos territorios europeos.

El siglo III tampoco fue un siglo fácil para la globalidad del mundo romano, tras el ascenso de Cómodo al poder y su posterior asesinato, que sumió al imperio en un periodo de anarquía e inestabilidad a lo largo de buena parte del siglo, hasta el ascenso del emperador (dominus) Diocleciano y su drástica reforma administrativa y social, a partir de 284 d.C. En aquellos tiempos los cristianos sufrieron las más crueles persecuciones, que ya habían vivido durante el siglo I (los aciagos recuerdos de Nerón y de Domiciano marcaron con fuerza los primeros imaginarios cristianos), pero que llegaron a constituir una característica casi constante de los emperadores de esa época. Esto también pone de relieve, desde otra perspectiva, el crecimiento y la importancia que las comunidades cristianas iban ganando dentro del imperio, incluida la misma Roma.

Con el dominado de Diocleciano las persecuciones alcanzaron uno de sus puntos más álgidos, dado que este emperador se esforzó por recuperar el antiguo esplendor del imperio, reorganizando las formas de gobierno y teniendo en mente un retorno a los primeros valores de la República, incluido el carácter fundamentalmente pagano y politeísta de la religión estatal. Paradójicamente, fue la estructuración administrativa sentada por este cruel emperador la que sirvió de base para que, pocos años después de Diocleciano y tras un nuevo interregno conflictivo que terminó con la llegada de Constantino al poder, las comunidades cristianas, ahora libres de ejercer su fe y amparadas por el gobierno, pudieran organizarse como una potente colectividad de obispados y episcopados, con un peso decisivo en los acontecimientos futuros de todo el imperio.

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