La dinastía Han, contemporánea y par del imperio romano, reinó sobre la China unificada durante cuatro siglos y sentó un precedente de gobernabilidad imperial y de estabilidad que dejaría una huella perdurable en toda la historia china posterior. Su labor de unificación y la impresionante cultura desarrollada durante su gobierno jugaron un importante rol en la estandarización de las identidades nacionales del país, al punto de que, a lo largo de toda la historia que siguió y hasta el día de hoy, el grupo étnico mayoritario de China, que constituye más del noventa por ciento de si población, aún lleva el nombre de han.
Sin embargo, hacia el final de la dinastía, los emperadores Han empezaron a perder su autoridad efectiva, que pasó entonces a manos de sus jefes militares, hasta que finalmente se desató una guerra civil entre los señores guerreros más influyentes que desembocó en la caída de la dinastía en 220 d.C. y la posterior fragmentación del territorio en el llamado periodo de los Tres Reinos. Los gobernantes de cada uno de estos estados pretendieron ser los legítimos sucesores del imperio, por lo que en su momento hubo al menos tres pretendientes al trono imperial que buscaron fundar sus propias dinastías y gobernar nuevamente sobre una China unificada.
A pesar de que este periodo no duró más que unas cuantas décadas (Wu, el último de los estados independientes, fue absorbido por la nueva dinastía Jin en 280 d.C., menos de sesenta años después de consolidarse), con todo, se configuró una división efectiva entre el norte y el sur (alrededor de los ríos Hoang Ho y Yang Tze, respectivamente) que se mantendría, al menos en sus aspectos más prácticos, en el desarrollo de los siglos siguientes. El periodo de los Tres Reinos llegó a su fin cuando el clan Sima, una de las más influyentes familias nobles en la corte norte, dio un golpe de estado al gobierno de Cao Wei en 265 d.C. y proclamó su propia dinastía, la Jin, conquistando poco después a los otros reinos y unificando China una vez más.
Pero el gobierno de los Jin fue inestable y debió hacer frente a numerosas insurrecciones y secesiones durante los casi doscientos años que pretendió mantener su hegemonía. A principios del siglo IV se presentaron levantamientos y rebeliones contra la dinastía que llevaron al final del periodo Jin del oeste, en 316 d.C., y al establecimiento de la corte Jin en el sureste (dinastía Jin del este), cerca de la actual Nankín. A partir de este momento China entra en un oscuro periodo histórico caracterizado por el surgimiento de varios reinos y distintas dinastías independientes del gobierno imperial, tanto en el sur como en el norte, y que se extendió por los siguientes tres siglos hasta el ascenso de la dinastía Sui, que reinó una vez más sobre las cortes del norte y del sur.
El periodo Jin del este duró casi otro siglo desde su instauración en 317 d.C., pero su gobierno se limitó al sur de China, en tanto que el norte era invadido por los bárbaros y dividido en numerosos estados autónomos, los llamados Dieciséis Reinos. De estos, el reino de Wei, fundado en 386 d.C., fue imponiendo su hegemonía gradualmente sobre los otros reinos norteños, y su consolidación dio inicio a las llamadas dinastías septentrionales. Mientras, tanto, en el sur, los emperadores Jin mantuvieron su inseguro mandato, pero fueron cayendo cada vez más bajo la influencia de sus ministros y generales hasta la caída de la dinastía en 420 d.C., cuando Gong Di, el último de sus emperadores, abdicó en favor de Liu Yu, uno de sus más prominentes generales, siendo asesinado poco después.
Liu Yu fundó su propia dinastía en el sur, la llamada dinastía Liu Song, la cual dio inicio al periodo conocido como de las dinastías meridionales. El territorio de China permanecería entonces dividido en dos entidades políticas diferentes a lo largo de los siglos V y VI hasta el ascenso de la dinastía Sui, establecida en 581 d.C., que logró nuevamente la reunificación.
A pesar del aire de anarquía y desorden que dominó todo el periodo de las dinastías meridionales y septentrionales, durante este tiempo se dio lugar a una importante labor de difusión del budismo, que había penetrado en China desde la India desde los tiempos de la dinastía Han, y se construyeron grandes templos, monasterios y centros de estudio. Alentadas por diversos gobernantes y regentes, las actividades artísticas e intelectuales experimentaron un notable impulso que permitió el florecimiento del espíritu chino, todo lo cual terminó ejerciendo una poderosa influencia en su cultura posterior, que se ha mantenido hasta nuestros días.
La última de las dinastías meridionales, Chen, fue derrotada en 589 d.C. por el reino norteño de Sui, que pudo completar de ese modo su unificación sobre China y erigirse entonces como una nueva dinastía imperial.
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