El Primer Emperador Qin de China (Qin Shi Huang Di) logró establecer un mando unificado sobre los distintos estados que hacían parte de su imperio mediante la introducción de nuevas y drásticas reformas y la aplicación de despiadadas políticas tendientes a suprimir cualquier resistencia o disensión. Fue un emperador déspota y cruel, que mandó quemar todos los libros de las corrientes de pensamiento opuestas al legalismo, la escuela filosófica y jurídica que servía de sustento a su imperio, al igual que los clásicos confucianos, en un intento de afirmar la originalidad absoluta de su obra mediante el rechazo de las antiguas formas y de borrar la memoria de las dinastías anteriores. Además ordenó perseguir, desterrar y ejecutar a todos los letrados y estudiosos que de alguna manera expresaron posiciones críticas contra su gobierno y sus excesos, en particular a los confucianos, los cuales disentían de su política burocrática que descuidaba los deberes de piedad filial en aras de una centralización más eficiente.

Todo esto le valió una valoración muy negativa por parte de las generaciones posteriores, en particular por los sabios confucianos de la siguiente dinastía Han, que sentaron un prejuicioso precedente en torno a la figura del emperador que enterró vivos a los letrados y quemó los clásicos chinos, llegando a inventar o distorsionar diversas historias en torno a él para acrecentar su fama de crueldad e insania y presentar a sus víctimas como mártires abatidos por la maldad del gobernante.

Además, haciendo gala de una personalidad extravagante con tendencias a la megalomanía, Shi Huang Di se embarcó en la realización de proyectos grandiosos para reforzar su mandato imperial, como la fortificación de su frontera norte mediante la fusión de los muros defensivos de los anteriores Reinos Combatientes, lo cual serviría como precursor de la Gran Muralla consolidada finalmente durante la dinastía Ming, o la recreación a escala de su gran imperio dentro de un gigantesco mausoleo donde mandó a poner incluso una copia de su ejército, los famosos guerreros de terracota, para que le sirvieran de guardia y le acompañaran por toda la eternidad. Todas estas obras requirieron la movilización de grandes cantidades de recursos y de mano de obra, esclavos y campesinos, quienes trabajaban y morían en las condiciones más deplorables, lo cual no hizo sino aumentar el disgusto popular contra el emperador. Varios intentos fallidos de asesinato se realizaron contra él, por lo que en sus últimos años llegó a ser un gobernante amargado y triste, que atemorizaba a su corte y desconfiaba de todos.

Así, desde la perspectiva algo prejuiciosa de las generaciones que le siguieron, Shi Huang Di pasó a la historia como un emperador paranoico y supersticioso, obsesionado con la idea de encontrar la vida eterna a un extremo tal que esta misma búsqueda lo condujo a la muerte, envenenándose al probar los mágicos elíxires que sus magos y médicos le recetaban para tal fin. Sin embargo, las reformas políticas y económicas por él introducidas probaron ser duraderas y eficientes, y el imperio centralizado y burocratizado que dejó tras su muerte sería mantenido y continuado por las dinastías sucesivas durante los siguientes dos milenios.

Al día de hoy, luego de múltiples revisiones y reelaboraciones, la figura de Shi Huang Di ha llegado a ser revalorada como la del verdadero fundador de la China imperial, unificada por los últimos dos mil años, cuya obra resultó tan trascendental y determinante que incluso el nombre de su estado, Qin, se transformó posteriormente en el nombre actual del país.

Sin embargo, la dinastía fundada por él, que habría de durar supuestamente por diez mil generaciones más, resultó bastante efímera y no sobrevivió mucho más allá de su muerte, acaecida en 210 a.C. Su hijo y sucesor, Qin Er Shi, se mostró incompetente y pusilánime, cayó bajo la desastrosa influencia de sus ministros y visires, que hicieron de él un emperador títere, y las revueltas surgieron nuevamente con fuerza, desembocando en últimas en una sangrienta guerra civil. Los grandes señores rebeldes volvieron a ponerse en pie de guerra y durante este periodo terminaron por surgir dos caudillos poderosos, Liu Bang y Xiang Yu, que lucharon en medio de la anarquía por hacerse con el poder.

Ante la incertidumbre y el descontento generado por su gobierno, Qin Er Shi fue obligado a suicidarse en 207 a.C., y en su lugar fue puesto como regente Ziying, el sobrino de Qin Er Shi. Pero Xiang Yu terminó por imponerse en la guerra, y en 206 a.C. mató a Ziying e incendió el palacio imperial, quemando muchos de los registros imperiales de la época y dando de este modo un trágico final a la dinastía Qin, menos de veinte años después de ser fundada. Xiang Yu sería derrotado a su vez por Liu Bang, quien en el año 202 a.C. se proclamó a si mismo emperador, estableciendo así la nueva dinastía Han.