Luego de más de tres mil años de historia imperial ininterrumpida, la corte china se enfrentaba a fines del siglo XIX al dilema de mantener sus antiguas tradiciones culturales frente a la urgente modernización que requería el país para entrar en el concierto de las demás naciones del mundo. Desde mediados del siglo, el gobierno de los emperadores Qing había tenido que lidiar con varios conflictos surgidos de sus tratos con las nuevas potencias, de los cuales había salido bastante mal librado y con su prestigio seriamente dañado, lo que provocó que los sectores más progresistas de la sociedad china se cuestionaran acerca de la idoneidad de las anticuadas fórmulas dinásticas para seguir al frente de los destinos del país, por lo que reclamaron una reestructuración del sistema de gobierno hacia un nuevo régimen democrático de tipo más parlamentarista y constitucional, alejado de la omnímoda autocracia imperial.
Las derrotas sufridas en las Guerras del Opio y la Primera Guerra Chino Japonesa, que habían causado innumerables daños al país y la pérdida de considerables territorios y riquezas, así como los desastrosos manejos de la corte frente a las distintas rebeliones populares, como las de los Taiping y de los Boxers, entre varias más, que se habían levantado en contra del gobierno y cuya represión se había saldado con escalofriantes cifras de decenas de millones de muertes y de destrucción generalizada, no habían hecho más que alimentar el descontento de la sociedad frente a un mandato imperial cada vez más tiránico y corrupto. Más aún, a principios del siglo XX el gobierno de los Qing intentó alcanzar una fórmula intermedia que satisficiera las demandas de los reformistas sin afectar los privilegios de las clases aristocráticas más conservadoras, pero sus esfuerzos resultaron infructuosos y consiguieron más bien aumentar el malestar en todos los sectores.
En octubre de 1911 se inició una revolución militar en el sur de China, que se fue extendiendo luego rápidamente por las demás provincias meridionales. El gobierno de los Qing destacó entonces al Ejército del Norte para hacer frente a la rebelión, pero ante la difícil situación reinante el comandante del Ejército, Yuan Shikai, inició negociaciones con los revolucionarios a fin de dar cabida a las llamadas doce reclamaciones demandadas por los comandantes militares de la rebelión, que buscaban establecer un sistema de gobierno parlamentario en la figura de una monarquía constitucional, con un primer ministro a la cabeza, y una consecuente reducción de los poderes del emperador. La corte aceptó entonces todas estas reclamaciones y nombró a Yuan Shikai como Primer Ministro. Pero la revolución continuó y para fines del año se proclamaba la República de China en la ciudad de Nankín, luego de que su principal ideólogo, Sun Yat-sen, regresara del exilio y fuera nombrado presidente provisional. Finalmente, en una fórmula de mediación entre los dos poderes, Sun Yat-sen pactó con Yuan Shikai, para que este se convirtiera en presidente a cambio de reconocer el nuevo orden republicano. Presionado por los militares, Yuan terminó por aceptar y forzó entonces la abdicación del último emperador Qing, Aisin Gioro Puyi, el 12 de febrero de 1912. Finalizaba así el imperio y daba comienzo a la era republicana de China.
Pero Yuan Shikai, reacio a abandonar el poder para permitir la elección de un nuevo presidente, disolvió el parlamento en 1914 y encargó la redacción de una constitución que lo convertía en dictador de facto, acumulando cada vez más poder, hasta que en 1915 nombró una Asamblea representativa de papel para que votara a favor de una restauración imperial en su nombre. A inicios de 1916, Yuan asumía como nuevo emperador de China con el nombre Hongxian, en medio de la impopularidad y las protestas por parte de numerosas facciones de la sociedad. Imposibilitado de gobernar, Yuan renunció a la monarquía menos de tres meses después de asumir como emperador y se retiró de la vida política, muriendo poco después, a mediados del año.
A partir de entonces el país entró en un periodo de fragmentación política dominado por la injerencia de numerosos jefes militares en distintas regiones y donde el gobierno de Pekín ejercía su autoridad efectiva solamente en una zona reducida del norte de China. Esta situación se vio aún más agravada cuando el final de la Primera Guerra Mundial
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