Esta es una expresión proveniente del campo jurídico para referirse a una afirmación gratuita de la que no se aportan pruebas o razones para fundamentar la conclusión a la que se quiere llegar, o también cuando se pretende que sea la parte oponente la que reciba la carga de probar la validez, o invalidez, de lo que se afirma. En el derecho, es un tópico plenamente aceptado, por ejemplo, que una vez que se lanza una acusación sobre una persona, jurídica o natural, corresponde a aquel a quien lanza la acusación el presentar pruebas que sustenten sus afirmaciones, en el entendido de que constituye un exabrupto jurídico pretender que sea la parte acusada la que se vea en la obligación de buscar la manera de probar su inocencia respecto a la acusación hecha. Desgraciadamente, no siempre ha sido así, y esta disposición, que parece un principio tan natural y evidente, ha resultado tergiversado muchas veces en los regímenes totalitarios y durante los periodos de las llamadas “cacerías de brujas”, cuando la dilación y las acusaciones anónimas se convierten en expedientes a los que se acude corrientemente para la búsqueda de culpabilidades y el atropello de los derechos jurídicos personales.

Algo similar llega a suceder en los campos de la argumentación y el debate, donde resulta bastante común el recurso a pretender que sea la parte oponente la obligada a aportar pruebas en contra de afirmaciones gratuitas, o de eludir la carga de la prueba mediante sutiles manipulaciones sofísticas, haciendo gala de la más cerrada intransigencia y de sordera mental: “Sin importar lo que digas, no estaré dispuesto a aceptar ninguna de tus propuestas ni de tus opiniones políticas, pues ya sé que todos los de tu partido son una manada de mequetrefes mentirosos y manipuladores”.

Más que una falacia única, el recurso de elusión de la carga constituye toda una categoría propia donde se pueden agrupar diversas formas de razonamientos falaces, entre las cuales podemos contar:

La apelación a la ignorancia (argumentum ad ignorantiam) que pretende probar la veracidad de una afirmación en la medida en que no se puede probar su falsedad, o viceversa, basándose principalmente en la falta de conocimiento respecto al tema que se trata. Comparte algunas veces características con el ataque personal a la contraparte, como cuando se afirma que, dado que alguien, a pesar de sus esfuerzos, no ha podido probar de manera fehaciente el carácter de veracidad de lo afirmado por nosotros, lo más probable es que esa misma persona haga parte de una campaña de difamación de nuestros argumentos, que no ha logrado tener éxito. Sin embargo, una de las formas más clásicas de uso del recurso a la ignorancia está en los argumentos que se utilizan algunas veces como “prueba” de la existencia de Dios: dado que no es posible demostrar que no existe, la conclusión a la que se salta directamente de ahí es que esto constituye una prueba clara de su existencia.

También los recursos populistas y los llamados sofismas patéticos (de pathos, pasión, emoción, por oposición al logos, la razón) hacen parte de este tipo de falacias que eluden la carga de la prueba en la medida en que depositan en la emocionalidad del grupo la única argumentación posible para sustentar una determinada afirmación. Como puede suponerse, constituyen un tipo de recurso ampliamente usado en política y en las campañas publicitarias, donde se usan como una eficiente herramienta de convencimiento, dado que muchas veces resulta más fácil para un orador apelar a la exaltación de su auditorio que esforzarse en construir argumentos sólidos y bien fundamentados. Alimentan comúnmente los discursos racistas y xenófobos, ligados a prejuicios e ideas preconcebidas, y pasan por alto muchas veces la realidad más profunda de los hechos concretos: “Los inmigrantes solo pueden causar males al país puesto que vienen a quitarnos nuestros empleos y a robarnos a nuestras mujeres”.

Sin embargo, cabe aclarar que no puede considerarse siempre que la apelación a la emotividad implique un uso falaz, dado el carácter intrínsecamente emocional de los seres humanos, que no se da por satisfecho muchas veces con la simple convicción para verse motivado a actuar, por lo que resulta necesario en dichos casos conmover al auditorio luego de haber expuesto los razonamientos de mayor peso. No basta, digamos, con razonar correctamente acerca de las bondades de los programas de apoyo a la infancia y la primera edad; si las personas no ven el efecto que estos programas surten sobre los niños más pobres y afectados probablemente no se verán motivadas a hacer sus aportes y donaciones.

Por último, podemos incluir dentro de las falacias que eluden la carga de la pruebas los llamados argumentum ad verecundiam, los argumentos de autoridad, que se resumen en la expresión dada por los antiguos pitagóricos para sustentar todas las afirmaciones sostenidas por su escuela: ipse dixit, es así porque el Maestro Pitágoras lo ha dicho, así como también el llamado recurso al tu quoque, tú también, que basa la refutación, o reafirmación, de un argumento dado apelando al hecho de que nuestro interlocutor comparte características comunes con nosotros que lo obligan también a una cierta forma de aceptación.