Cuando en una polémica, una de las partes trata de desautorizar la posición de la otra argumentando que sus posturas son antinaturales, que atentan contra un supuesto orden natural de las cosas, y sobre ese supuesto valor fundamenta el peso de la verdad de su argumentación, sin aportar mayores datos ni hacer las precisiones correspondientes, está incurriendo en una falacia de esta categoría.

Este tipo de argumentación puede estar errado en múltiples sentidos. Primero, en el sentido de que no por ser natural, algo ya es necesariamente bueno o correcto. Para un ser humano, ciertos venenos naturales resultan absolutamente letales, mientras que vivimos en general realizando esfuerzos constantes para remover del curso natural de los acontecimientos todos aquellos obstáculos que pueden resultar dañinos o potencialmente amenazantes para nuestra supervivencia. Es por eso que, ante el recurso de este tipo de falacia, una de las cosas fundamentales que hay que examinar es la veracidad particular de este primer sentido de corrección por naturalidad, y preguntarse si realmente, por el hecho de ser natural, algo es necesariamente bueno o correcto.

Por supuesto, un segundo aspecto viene a ser la definición precisa de aquello que se quiere entender por natural. Resulta muy común el tipo de razonamiento flagrantemente incorrecto que considera natural todo aquello que no está relacionado con el hombre, que no ha sido tocado ni procesado por los hombres, pasando por alto el hecho de que los mismos hombres y la misma humanidad son igualmente productos de la naturaleza, y en este sentido también resultan naturales. Otra cuestión relativa tiene que ver con los límites particulares de aquello que se considera natural, como el hecho de que se diga que las frutas, granos y verduras ya cosechadas por manos humanas aún son naturales, pero cuando sufren otros tipos de procesamiento ya no lo son. En nuestra sociedad actual, resulta un tema de acalorada discusión el hecho de la diversidad sexual y de género que puede existir entre las personas, y entre las posturas más radicales se encuentran aquellas que afirman que las posiciones homosexuales y transgénero no pueden ser aceptadas como válidas dentro de la sociedad porque no son naturales, como cuando se sostiene que las uniones maritales entre personas del mismo sexo no respetan el sentido natural de la creación, sino que resultan una especie de enfermedad que debe ser curada de las mismas personas, o que piensan que en el caso de los propios hijos, su estos llegan a reconocerse como homosexuales, deberían entonces ser tratados para que se les quite la homosexualidad. Todas estas posturas resultan inválidas de base al fallar en considerar una única sexualidad como la única de carácter natural, declarando cualquier otra expresión de la misma como aberrante y antinatural, cuando lo cierto es que resultan todas manifestaciones más amplias y variadas de un tipo de fenómeno concreto, por lo que todas en sí pueden ser consideradas igualmente naturales.

Por último, está la cuestión que aduce que lo natural es aquello que resulta intrínsecamente bueno o correcto, mientras que aquello que no se considera natural no lo es, sin aportar mayores pruebas de que esto sea así. Por ejemplo, el concepto de ley natural, que puede resultar completamente válido en algunos casos, también puede ser manipulado en otras ocasiones para llegar a extremos completamente ilógicos o contradictorios. Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, e incluso después, se discutió en algunos momentos en Europa que las sociedades polinésicas del Pacífico sur, por ejemplo, u otras indígenas americanas, vivían en estados idílicos y paradisiacos completamente naturales, lo que ponía en tela de juicio la validez de las instituciones y el derecho occidental, así como su concepción particular de lo que daba en llamarse el estado de naturaleza

, el cual suponía que, en ausencia de leyes institucionales y de un fuerte aparato coercitivo y represivo, los seres humanos se destrozan entre ellos producto de su violencia natural. En realidad, ambas formas de convivencia, tanto la de los europeos como las de los indígenas de los lugares más apartados, cuentan con sus propias instituciones y sus propios sistemas de leyes, por lo que, en la especificidad de cada caso particular, ambas formas de entender el mundo resultan igualmente válidas y naturales, si se consideran en sus contextos apropiados.

No deja de resultar paradójico el hecho de que, durante el siglo XV y parte del XVI, e incluso hasta el XVII, cuando se dio la colonización del continente americano por parte de las potencias europeas, la discusión se hizo en sentido inverso, es decir, se discutió si la realidad de los habitantes originarios del Nuevo Mundo, sus naturales, era civilizada dentro de los estándares de civilización conocidos y considerados por la Europa de aquellos tiempos. Esto originó cuestiones tales como preguntarse si los aborígenes americanos eran humanos o tenían alma, o acerca de la imposición forzosa de la civilización occidental sobre las formas de vida ancestrales de los indígenas, desde la justificación de que las formas civilizadas de la cultura europea resultaban más verdaderas y correctas que las formas de vida naturales de los aborígenes americanos.

En los últimos años, las diversas discusiones que surgen en relación a temas como los derechos crecientes de las mujeres y de otros colectivos o comunidades históricamente invisibilizados o marginales, respecto a si caben aceptarse plenamente dentro de la sociedad o se deben excluir, de si resultan o no naturales, se basan muchas veces en apelaciones a este recurso falaz. Otro tanto sucede también, por ejemplo, con la oposición que se hace algunas veces entre la llamada medicina natural y el otro tipo de medicina que podríamos considerar farmacéutica o química, y en las valoraciones relativas que surgen en torno a una u otra vertiente, cuando en últimas, ambas proceden de la naturaleza y tienen cada una de ellas sus propios argumentos de validez, así como también sus elementos particulares igualmente cuestionables.

Analizando cuidadosamente este tipo de falacias, se puede llegar en últimas a la presunción errónea que hace inválido su razonamiento. En general, toman la forma de distintas apelaciones, a la tradición, a la autoridad, falsa o real, o al supuesto sentido común, a las emociones, etcétera. En todas ellas aparece al final un fallo de argumentación que invalida totalmente su relación con la realidad última de los hechos.