Para dar una idea del tipo de distorsiones que pueden surgir a partir de algunas maneras parcializadas de hacer la Historia, piénsese por ejemplo en la idea de las invasiones indoarias que dieron origen a múltiples civilizaciones del mundo antiguo, desde la India y Persia hasta los confines de Europa. Este concepto se ha elaborado sobre bases lingüísticas, no del todo aceptadas por el pleno de la comunidad científica, y quizá un poco artificiosas, en un intento por dar cuenta de ciertas similaridades y correlaciones muy interesantes entre múltiples pueblos y culturas antiguas.
Para el caso de la India, durante mucho tiempo se ha tomado como cosa aceptada que los indoarios la invadieron y, tras someter a otras tribus originarias que habitaban previamente el subcontinente indio, dieron origen, luego de esta transición, a la espléndida cultura védica, y redactaron entonces los principales textos de la literatura hindú, los Vedas, el Ramayana y el Mahabarata. Pero los hallazgos más recientes prueban que, no sólo en la India hay restos de poderosas civilizaciones autóctonas que se dieron desde tiempos tan remotos como el tercer milenio antes de Cristo (como Harappa y Mojenjo Daro) y quizá más atrás, sino que parece ser que tales incursiones nunca tuvieron lugar, en la medida en que dichos restos no muestran signos de violencia evidente por parte de invasores extranjeros, además de que pareciera muy complicado que una cultura nomádica como la propuesta pudiera engendrar una civilización tal, a más de que la cultura del subcontinente evidencia vínculos de continuidad muy profundos y antiguos, previos a la época en que se ha postulado que dichas invasiones tuvieron lugar.
Vemos pues cuán importante resulta considerar a la Historia, no como algo ya elaborado y definitivo, que reposa acumulando polvo en los anaqueles de la Humanidad, como registro permanente de sus logros y fracasos, sino todo lo contrario, como una materia más bien expuesta siempre a reelaboración permanente, sobre la cual nunca está dicha la última palabra, en la medida en que constantemente se están haciendo nuevos descubrimientos y están surgiendo nuevos enfoques, adecuados sobre todo a las necesidades particulares de quienes los adoptan, pero que pueden dar vuelcos inesperados y drásticos a aquello que ya damos por sentado y creemos conocer firmemente más allá de toda duda. Sin embargo, esto no debiera significar que debamos tirar por la borda todo lo ya elaborado y asentado, sino que se trata de entender que no se han agotado quizá (y quizá nunca se agoten) las maneras diversas de abordar y entender las múltiples realidades históricas.
Atención a eso: a pesar de su pretensión de claridad, aún persisten en la Historia y en sus registros muchas zonas oscuras, muchas huellas incómodas que no pueden ser del todo incorporadas dentro de un discurso coherente y completo, sin renunciar antes a los presupuestos más básicos sobre los que se asienta por el momento la verdad histórica aceptada, desde las huellas perfectamente humanas del Laetoli, en Tanzania, de 3.5 millones de años de antigüedad, hasta las cronologías imposibles de los sumerios, egipcios, hindúes, o las culturas del centro y del norte de América, o la historia de la Atlántida y todos los interrogantes que la misma plantea y ha planteado desde siempre, para no hablar de otras historias más fantasiosas y peregrinas, pero no por ello con menores posibilidades de verosimilitud o falsedad, como la de la tierra hueca, o la de Agartha y el Rex Mundi, la Sinarquía mundial.
Una última situación a considerar, al menos, tiene que ver con los diversos enfoques desde los que se elabora la Historia. Esto entra primeramente en una discusión acerca de la verdad que se pretende alcanzar: durante mucho (demasiado) tiempo, se ha considerado a la guerra la principal dinamizadora de la Historia, es decir, el principal motor de cambio y evolución social y política, y en distintas fases de la elaboración historiográfica, este concepto ha sido reivindicado una y otra vez sin siquiera ser cuestionado: se acepta como un mal necesario y las guerras se toman como hitos principales, casi únicos, para construir las historias de los pueblos, en últimas, la historia de la Humanidad en general.
Pero, en épocas relativamente recientes, otros discursos igualmente válidos han llegado a aparecer con fuerza en el horizonte del quehacer histórico, y así emergen las historias de las mujeres, de las minorías, de los vencidos, de los pobres y excluidos, los invisibilizados por las dinámicas centralizadas y hegemónicas del poder. Esto complica una amplia fragmentación de los discursos históricos hegemónicos, que durante mucho tiempo fijaron su atención sobre todo en las pronunciaciones oficiales de los gobiernos y en la actividad diplomática de los Estados como únicos individuos de discurso. Ahora, al margen de nuevos discursos históricos que se construyen desde la conciliación, se configuran incluso microhistorias, las dinámicas del tendero de la esquina, de la señora de los tintos (por supuesto, todos tenemos nuestra propia historia y nuestros propios aportes…).
Frente a algunas formas atomizadas y particulares de hacer Historia, otras tendencias, surgidas principalmente durante el siglo XX, abogan por construir Historias totalizantes, holísticas, que los incluyan a todos y a todo; increíblemente complejas y dispendiosas Historias Totales de las Civilizaciones, de las Culturas, de los Pueblos y de las Edades. Su afán está en trascender los hechos meramente políticos y militares para hacer énfasis en los procesos sociales y económicos que dinamizan a las naciones, además de establecer una relación íntima con la geografía, dilucidar la interdependencia con el medio geográfico en el cual los pueblos desarrollan su historia. La obsesión por las causas y las correlaciones llena estas historias y pareciera, al menos dudoso en principio, que una empresa tan titánica lograse alguna vez alcanzarse plenamente y a cabalidad, dado el carácter permanentemente dinámico de los procesos históricos. La misma definición del concepto civilización
Y aunque dicha aproximación, llevada a sus extremos, puede llegar a constituir una legitimación de prácticas propias de culturas particulares (asesinatos rituales, violación y discriminación de las mujeres u otros colectivos menores o indefensos, esclavitud), lo que resultaría en principio incompatible con el concepto de derechos y deberes humanos universales e inalienables, también puede argüirse que las distintas culturas exhiben valores coincidentes (la buena fe, el trato amistoso con los más cercanos), encaminados principalmente a asegurar el bienestar general de sus individuos, sin los cuales se hace dudosa la existencia misma de la cultura y la convivencia en sociedad. De esto se deduce que, más que encontrarse contradicciones en torno a estos valores comunes, serían nuestros respectivos sistemas de pensamiento, más o menos dogmatizados, los que entrarían en conflicto de ideas.
Quizá ambas aproximaciones, micro y macro, resulten importantes a su manera, y terminen siendo complementarias, de manera que no sea posible la plena comprensión de un modo de hacer Historia sin tener una referencia clara de las otras formas historiográficas, y lo que se necesita entonces es una transdisciplinarización de las maneras de la Historia, para permitir el desarrollo de nuevos vínculos con otras ciencias, así como de nuevas perspectivas y modos de acción e interpretación, en un esfuerzo permanente por alcanzar una verdad más profunda, una interpretación más precisa de los hechos y sus causas.
A propósito de las causas verdaderas en relación con los hechos históricos, una consideración final: a manera de ejemplo, cuando se establece que la causa directa de la Primera Guerra Mundial fue el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria por un nacionalista serbio, y el ultimátum que Austria profirió a su vez sobre Serbia, o se dice que para la Segunda lo fue la invasión por parte de las Wehrmacht alemanas del corredor de Dantzig en Polonia y el reclamo de su pertenencia que a su vez hizo Hitler
¿Quiere decir en nuestro caso que las dos Guerras no se habrían producido, que los europeos no se hubieran abocado de manera tan trágica al suicidio de la razón, ni que el mundo hubiese de padecer el horror y el espanto de millones de seres asesinados, en aras de nacionalismos vacíos y líderes poco escrupulosos? Una respuesta definitiva a esa pregunta, como es fácil ver, es imposible de dar, en la medida en que las cosas solo sucedieron como sucedieron, y resulta tan absurda como preguntar qué hubiera pasado si Aníbal de Cartago hubiera destruido Roma cuando pareciera que pudo hacerlo, torciendo de maneras extrañas, el decurso inevitable de la Historia. Sin embargo, a pesar de lo anterior, la búsqueda por las causas permanece, y resulta de una relevancia central para la comprensión de los más claves e importantes procesos históricos, pero no por ello deja de resultar menos cierto que, desde la perspectiva previa, el relato de los hechos históricos permanece, a su vez, en últimas como una forma de construcción particular.
A manera de conclusión, podríamos decir que, aunque resulta siempre un desafío definir con plena precisión los objetos, límites y alcances de la Historia como disciplina científica, no cabe duda de que, por su alcance, no dejará nunca de motivar e interesar a lo más inquieto del espíritu humano, a las almas más ávidas de verdad, y resulta al menos importante para todos nosotros el estudiarla y familiarizarse con ella.
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