Para la mentalidad de los antiguos romanos, sus mitos no presentaban tanto un relato explicativo acerca de los orígenes cosmogónicos de la creación, sino que se remitían a los orígenes de la vrbs (la urbe, la ciudad) como expresión de un orden particular y de unos poderes que debían ser mantenidos y garantizados mediante la observación rigurosa (religiosa) de rituales y ceremonias propiciatorias.

De este modo, en la mitología de la antigua Roma no se encontraban relatos cosmogónicos ni teogónicos (explicaciones acerca del origen del mundo o de los dioses, lo que llevó luego a que diversos investigadores y estudiosos modernos afirmaran que en Roma, a diferencia de lo que sucedía en Grecia, no existía mitología) pero sí se desarrollaron mitos fundacionales que daban cuenta del origen de la ciudad, de su establecimiento como potencia civilizadora del mundo y de su permanencia dentro de los valores eternos, así como también de las transgresiones que podían poner en peligro dicho ordenamiento estatal y civil, y de las expiaciones que se hacían necesarias para el restablecimiento del mismo orden.

Es por estas razones que el panteón de deidades romanas no reflejaba una jerarquía de dioses más o menos humanizados, sino más bien a un conjunto de fuerzas (que podían ser tanto potencias impersonales como personificaciones representadas en la forma de seres sobrenaturales y dioses antropomorfos, puesto que en últimas la aclaración acerca del carácter de dichas fuerzas resultaba de importancia menor para los fines de eficacia de la ritualidad y de las ceremonias), las cuales figuraban como la posibilidad de transformación del caos en orden, se constituían en garantías de ese mismo orden y aparecían en últimas sometidas al mismo. Lo que esto quería dar a entender era que, en el orden cósmico (el orden del orbs, el orbe, la totalidad, identificada a su vez con el orden de la vrbs, la ciudad), tanto los dioses como los hombres participaban, cada uno a su modo y respetando las leyes, en la edificación y la afirmación del Estado romano.

Un ejemplo claro de esto, que revela el carácter singular de las divinidades romanas, lo constituye el episodio que narra la manifestación de Aius Locutius, una voz sin forma que se reveló a los antiguos habitantes de Roma para darles aviso acerca de los bárbaros galos que se acercaban liderados por Breno para invadir la ciudad en el verano del 390 a.C. Los romanos no se ocuparon entonces de conocer el nombre ni el carácter de la entidad que se había manifestado, sino que simplemente consideraron dicho evento como una expresión de una orden divina, reconociéndola solo como la “Voz que habla”. Sin embargo, se mostraron negligentes a la hora de evaluar la importancia de dicha advertencia y dejaron descuidadas las defensas de la ciudad, que fue por esta razón invadida. Con todo, una vez que los invasores galos fueron rechazados, los romanos hicieron un rito de expiación y dedicaron un templo a la divinidad sin forma, aunque esto no se tradujo necesariamente en un culto sostenido a lo largo del tiempo, en el entendido de que solo la edificación del templo resultaba suficiente como acto de reparación ante la deidad, con lo cual quedaba así restablecido el orden del Estado y se remediaba de ese modo la pasada negligencia.

Es decir, los dioses de los romanos no aparecían como entidades independientes del sistema organizativo del mundo, sino que se revelaban como garantes del mantenimiento de dicho sistema, al punto de que incluso el mismo Iuppiter Optimvs Maximvs (Júpiter, la divinidad mayor y más representativa del todo el panteón romano) no podía ponerse por encima del orden cósmico sino que, por el contrario, se revelaba como la encarnación y expresión máxima del mismo, constituyéndose de igual modo en el responsable supremo de la permanencia de tal orden.

En ese sentido, a los antiguos romanos no les interesaba tanto caracterizar o precisar los rasgos ni las personalidades específicas de sus distintas divinidades, ni ganarse permanentemente sus favores, sino que resultaba mucho más importante permanecer atentos a la manifestación de dichas deidades mediante distintos signos o “portentos”, espontáneos o provocados por la observancia de los ritos, que aparecían como una indicación de situaciones de riesgo o peligro para la supervivencia del orden estatal y que hacían necesaria entonces la intervención de los operarios del culto para restaurar de ese modo el orden amenazado. Los signos así entendidos no provenían de una potencia o de una divinidad específica, sino que aparecían como la manifestación de un orden divino que guiaba a Roma hacia el cumplimiento de su destino como urbe eterna.