Islam: Muere su profeta

Una vez islamizada La Meca, en 630 d.C., a pesar de que el Profeta continuara viviendo en Medina hasta su muerte, todo el mundo árabe reconoció la primacía de Muhammad (s.a.s.) y las conversiones se realizaron en masa, unificándose así religiosamente la península. Numerosas delegaciones se presentaron en Medina durante este último periodo, provenientes de los rincones más distantes de la península, para islamizarse y jurar fidelidad al Profeta. Aunque debió todavía enfrentar la coalición de algunas tribus hostiles, y resolver sus difíciles relaciones con las comunidades judías de la península, la fuerza expansiva del Islam se revelaba entonces imparable, y el Profeta envió también cartas a los grandes emperadores y gobernantes de su época, para hacerles partícipes de su misión profética y de su papel de estadista dentro de la nueva nación islámica. En este sentido, Muhammad (s.a.s.) tiene un cierto paralelo con Moisés, el gran profeta del judaísmo, quien también fungió de estadista y líder guerrero, organizó a su pueblo en torno a una fe unificada y un libro revelado, mientras llevaba una vida familiar en nada diferente a la del resto de sus conciudadanos.

Sin embargo, a diferencia del pueblo conducido por Moisés, que para proteger el celo de su Divinidad consideraba necesario exterminar a todos sus “competidores”, la nación islámica, aunque exhibe una vocación de conversión universal, se concibe a sí misma desde la dialéctica de convivencia con los otros, los diferentes, los que profesan una fe distinta, que puede llegar a ser considerada una fe hermana (pues tanto el Judaísmo como el Cristianismo se enmarcan dentro del mismo contexto histórico-religioso, aunque con el tiempo llegarían a considerarse también fenómenos de Revelación eventos tan distantes y dispares como la cultura Védica, el Zoroastrismo, el Budismo, el Confucianismo, el Taoísmo, etc.), y frente a esta realidad el Corán niega tajantemente toda posibilidad de conversión forzada: “No cabe coerción en la religión; la buena fe se distingue claramente de la del descarrío. Así, quien descrea de los falsos dioses y crea en Allah, ese tal se ase del asidero más firme, de un asidero irrompible. Dios todo lo oye, todo lo sabe” (Corán 2, 256; esto es, sura o capítulo 2, aleya o versículo 256). Es decir que, para su difusión, el Islam confía más plenamente en la fuerza de su palabra y su mensaje (y en su capacidad de atracción) que en la imposición por cualquier tipo de fuerza, ya sea esta de tipo físico o sicológico, individual o colectiva.

De hecho, tras la rendición de La Meca, y la interpelación a los idólatras quraishíes, el mismo Profeta declaró una amnistía general y les recitó uno de los versículos del Corán, más que elocuente para el momento: “¡Oh, creyentes! En verdad os hemos creado de un varón y de una hembra, y hemos hecho de vosotros pueblos y naciones para que os reconozcáis. Ciertamente, el más noble entre vosotros ante Allah es el más piadoso. En verdad, Dios todo lo conoce, está bien informado” (49, 13).

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La Ummah, como comunidad religiosa con una proyección política, delimitó y completó las costumbres sociales en materia de propiedad privada, matrimonio, relaciones filiales, etc., a partir de las estructuras ya pre existentes en Arabia, con un enfoque igualitario, pues declaraba la igualdad jurídica de todos los creyentes, dejando la administración de las cuestiones sociales, políticas, jurídicas y religiosas en manos de los doctores de la Ley, apartándose con esto de una organización eclesial dirigida por un sacerdocio profesional y organizado.

Tras la caída de La Meca, se enviaron numerosos maestros y eruditos a diferentes provincias para la prédica del Islam, logrando contundentes éxitos y conversiones en masa en muy corto tiempo, y entre los años 630 y 632 d.C. (8 al 10 AH) la influencia del Islam había alcanzado las regiones de Yemen, Bahrein, Omán, Irak, Irán y Siria. En este año final, el Profeta realizó la última de sus peregrinaciones a La Meca. Cuando regresaba, pronunció frente a aquellos que le acompañaban un discurso en Arafat, el viernes 9 de Dhu’l-Hiyyah, en el cual declaró que había cumplido su tarea como mejor había podido, y que dejaba como herencia perpetua para su comunidad el Libro Revelado, el Corán, además de su linaje familiar. Luego recitó un verso del Corán, como anuncio de que su misión profética se había cumplido efectivamente: “Hoy he completado vuestra religión y he consumado Mi bendición sobre vosotros, y estoy satisfecho de haberos dado el Islam como creencia” (5, 3).

Posteriormente a su regreso a Medina el Profeta enfermó, y murió poco después, sin dejar un descendiente masculino directo ni definir con total claridad el asunto de su sucesión. Pese a haber conseguido la unificación y pacificación en la península arábiga (pues como creyentes los miembros de la Ummah no podían atacarse ni sostener guerras entre sí), tras su muerte se registraron conflictos entre sus compañeros más cercanos. Murió en Medina, donde se encuentra su tumba, un lunes 28 de Safar, en el año 11 de la Hégira (8 de junio de 632 d.C.), a la edad de 63 años.

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