En su ciudad, Muhammad (s.a.s.) creció como un mecano más, integrado en las dinámicas propias de su sociedad, reconocido por todos como una persona íntegra y leal, generoso y valiente cuando la situación así lo demandaba. Casado a los veinticinco años con la prestigiosa viuda Jadiya, su situación de pobreza cambió con esta unión, y sus perspectivas sociales mejoraron.

Sin embargo, el futuro Profeta no se dejó arrastrar por estas nuevas condiciones: continuó siendo un individuo modesto y mesurado, y su fama de persona digna de confianza no hizo sino aumentar con el tiempo entre aquellos que le conocían. Durante ese tiempo, Muhammad (s.a.s.) acostumbraba acudir a una cueva solitaria en las afueras de La Meca, para meditar, retirarse del bullicio y la corrupción de su ciudad, y entregarse a una intensa búsqueda espiritual, que le permitiera encontrar algo de sosiego y respuestas para su alma, anhelante de trascendencia.

Y fue en el año 610 d.C., a la edad de cuarenta años, cuando vivió la experiencia fundamental de la Revelación, que cambiaría su vida de la manera más radical, y con ello las vidas y el futuro de millones de personas en el mundo, hasta hoy. Pues en dicho lugar, la cueva de Hira, una noche durante el mes lunar de Ramadán, según sus propias palabras, se le presentó el ángel Gabriel (Ybra’íl), mensajero de la Divinidad, para encomendarle la tarea de su Profetizado. Según la tradición, el ángel le mostró una escritura mística, ordenándole que leyera su contenido, a lo que Muhammad (s.a.s.) se negó, aduciendo que no sabía leer. El ángel lo instó dos veces más a que leyera, recibiendo siempre la misma respuesta, por lo que finalmente el ángel le increpó: “¡Lee, en el nombre de tu Señor, que todo lo creó! Creó al hombre a partir de un coágulo. ¡Lee, pues, que tu Señor es el más generoso! Enseñó al hombre el uso del cálamo y de todo aquello que no sabía” (Corán, sura 96, aleyas 1-5).

Este acontecimiento tan notable constituyó el inicio de la Revelación, que se fue dando de manera progresiva, y siempre de la misma manera, a lo largo de los siguientes veintidós años. El Profeta caía en trance de un momento a otro, el ángel se le presentaba y le recitaba un fragmento, y aquel lo memorizaba (recordemos la tradición oral del mundo beduino, la confianza en la fuerza de la memoria, además del carácter rítmico y melodioso de la lengua árabe) o lo comunicaba luego a aquellos que llegaron a ser sus compañeros en fe (los llamados Sahaba, memorizadores profesionales u otros encargados de escribir la Revelación).

Una tradición sostiene que, en esta primera Revelación, el Mensaje fue transmitido íntegro al Profeta, siendo depositado en su corazón, y que en las revelaciones sucesivas el ángel no hizo otra cosa que “recordar” a Muhammad

(s.a.s.) aquello que ya conocía. Fuese como fuese, al final de su vida, el mismo Profeta lo reordenó, dándole la forma final con que es conocido hasta hoy día (con mínimas variaciones formales, que en nada afectan la esencia profunda del Mensaje), para dejar con esto el legado más importante de todo el Islam, el único milagro que como tal reclama dicha fe, el Corán, Libro Sagrado por excelencia.

Valga entonces señalar aquí unas precisiones últimas, ya que, desde lo dicho previamente, es erróneo atribuir a Muhammad (s.a.s.) la autoría del Corán, y él mismo nunca se adjudicó tal hecho, sino que, por el contrario, se preocupó siempre de separar sus propias palabras de aquellas que le eran reveladas por el ángel, y de las cuales él simplemente se constituía un mensajero. Por otra parte, nótese que el Profeta era iletrado al inicio de su misión, lo cual cuestiona fuertemente la concepción racionalizada de que el libro procede de lecturas previas hechas por Muhammad (s.a.s.) de fuentes cristianas y judías, por más de que toque temas comunes a ambas tradiciones. Finalmente, las señales físicas que se manifestaban en el Profeta cada vez que entraba en trance ante la presencia del ángel (espasmos, sudor frío, …) han dado pie para que algunos “orientalistas” lleguen a la “conclusión” de que Muhammad padecía de epilepsia, y de que sus “trances” surgían como producto de algún tipo de perturbación mental.

Nos encontramos, frente a este último aserto, con una de esas “explicaciones” que no explican nada: basta con analizar la coherencia profunda y la sabiduría sublime contenida en el libro, su lucidez trascendente, así como la forma como se fueron desenvolviendo los acontecimientos en los años posteriores, para darse cuenta de que nada de esto fue producto de una mente enfermiza, ni de un loco, y de que para el mismo Muhammad era imposible dar a luz a estas ideas de su cuño propio ni prever, al principio, las repercusiones extraordinarias que sus palabras y sus enseñanzas iban a tener luego, sobre su comunidad en un comienzo, y para una gran parte de la Humanidad a lo largo del tiempo.