El primero de los Califas ortodoxos que sucedió a la muerte del Profeta, Abu Bakr as-Siddiq, solo reinó por un periodo muy corto de dos años, aunque logró sin embargo una importante labor de unificación del mundo árabe dentro de la península, y llevó a sus huestes a las primeras confrontaciones con los grandes imperios de su momento: la Roma oriental de Bizancio y la Persia sasánida. Originalmente, estos dos imperios, enemigos seculares, ejercían su influencia dentro de sus respectivos territorios, teniendo como frontera geográfica entre ellos el río Éufrates, por más de que mantuvieran continuos enfrentamientos entre ellos alrededor de dicha frontera. Dichos enfrentamientos tenían como escenario principal las regiones del norte de Mesopotamia, hasta las zonas montañosas de la lejana Armenia, de influencia cristiana, pero con un carácter fuertemente independiente. Más al sur, hacia Arabia, se extendían vastos desiertos que separaban ambos imperios, y que estaban habitados desde siempre por tribus de beduinos dispersos e incultos. Pero la llegada del Islam, y cambios políticos que tuvieron lugar en ambos centros de poder durante esta época, alteraron drásticamente este equilibrio de poderes, que estaban alcanzando un punto de desgaste militar y se encontraban debilitados luego de años y siglos de lucha enconada.

Tras la muerte de Abu Bakr, en 634 d.C., ‘Umar ibn al-Jattab, de algo más de cincuenta años, fue reconocido como su sucesor por la mayoría de la comunidad musulmana de Medina. Una vez establecido, ‘Umar llevó a sus ejércitos de musulmanes contra ambos imperios, no solo en la pretensión de afianzar su control sobre las tribus árabes del desierto, que se extendían hasta Palestina y Siria por el noroeste, y hasta Irak por el nordeste, sino también porque proyectaba llevar a cabo verdaderas guerras de conquista y expansión con un tinte religioso, como una especie de “guerra santa”, si bien esta no se encuadraba necesariamente dentro del concepto islámico de yihad.

‘Umar se caracterizó por ser un hombre recio y belicoso, de grandes dotes militares, severo con la moral y el relajamiento de sus soldados, pues ensalzaba sobre todo los valores de la familia y la sobria virtud y austeridad de la vida del Profeta. En cada plaza conquistada se erigía una mezquita, para que la comunidad musulmana pudiera congregarse para la oración del viernes, y se encarecía a los soldados de las guarniciones árabes que allí se instalaban para que vivieran de acuerdo con la moral y las costumbres islámicas, para lo cual se les dejaba asentarse con sus familias, gozando de una renta vitalicia y hereditaria, evitando en lo posible los matrimonios y mezclas con la población extranjera y de religión diferente. Con el tiempo, estas plazas fuertes, avanzadas de defensa del imperio en expansión, terminarían por convertirse en importantes y florecientes ciudades, como Kufa y Basora en Irak, Qom en Irán y Fustat en la cabecera del Nilo. Otras ciudades antiguas, como Damasco en Siria y Jerusalén en Palestina, llegarían también convertirse en su momento en importantes centros musulmanes.

‘Umar organizó la administración de los territorios conquistados en la forma de un imperio teocrático de carácter laico, que delegaba los asuntos civiles y comunitarios a los doctores de la ley, los ulemas, evitando con esto la conformación de un clero profesional y centralizado. También se caracterizó por respetar las costumbres religiosas de los pueblos sometidos, así como sus propiedades y sus estructuras sociales, puesto que el Profeta había dejado claro que las “gentes del Libro” (cristianos y judíos, en principio) no debían ser molestados ni coaccionados en tanto se sometieran pacíficamente dentro de la nación islámica. Su estatuto era el de dimmíes

o protegidos dentro del estado musulmán, obligados solo a pagar un impuesto (yazia) para colaborar con el sostenimiento del estado, y a ciertas restricciones en lo tocante a la dieta, vestimenta y culto. La preocupación principal de los musulmanes árabes de aquellos tiempos fue mantener su cohesión política y su identidad como pueblo, frente a los grandes y poderosos imperios (Bizancio, la Roma oriental y el Irán de los sasánidas) con los que se estaban enfrentado. Esto configuró una primera forma de Islam árabe, en el cual los lazos tribales y de sangre aun determinaban fuertemente la mayoría de las dinámicas sociales de su época y donde las culturas extranjeras, aunque poderosamente atractivas, eran miradas con recelo por parte de las autoridades, por lo que en general no solo los matrimonios con extranjeros estaban fuertemente restringidos, sino también cualquier forma de interés por la lengua o la literatura de los pueblos conquistados. Fue durante el Califato de ‘Umar cuando fueron expulsados de la península los últimos reductos extranjeros de cristianos y judíos, consolidándose así un territorio plenamente habitado sólo por musulmanes árabes.

Como Califa de este imperio con fuerte proyección universalista, ‘Umar fue el que estableció el conteo del tiempo islámico a partir de la Hegira, el momento de la emigración del Profeta Muhammad de La Meca a Medina, en el año 622 d.C., que vendría a constituir con esto el año 1 de su era. Fue también un gobernante emprendedor y decidido, y sus conquistas incluyeron la Siria bizantina, Damasco, Palestina y la ciudad santa de Jerusalén, donde se construyó una mezquita. También conquistó toda la zona desértica de Mesopotamia, que a partir de entonces fue llamada Irak, llegando incluso hasta la montañosa Armenia y dando con esto término a la dominación persa de la región. En sus últimos años, uno de sus generales logró la capitulación de Egipto tras un largo asedio, con lo que Alejandría, su ciudad más importante, fue abandonada por parte de la guarnición bizantina que la guardaba, además de que otro de ellos logró apoderarse en oriente de Tisfun (Ctesifonte, para el imperio romano; al-Mada’in, las Ciudades, para los árabes), la ciudad capital del imperio persa sasánida, de corte zoroastriano, que ya empezaba su declive para aquellos tiempos.

‘Umar murió a los sesenta y tres años de edad en la mezquita de Medina, apuñalado por un esclavo persa, prisionero de guerra, el 4 de noviembre de 644 d.C. Al momento de su muerte no había designado ningún sucesor, pero instauró la Shura (consejo árabe de seis notables compañeros del Profeta) para que eligieran entre ellos a aquel que debiera sucederle en el Califato, prohibiendo expresamente que esta elección recayera en alguno de sus hijos o parientes cercanos (consideraba un pecado el nepotismo). Tras la reunión y debate de esta Shura, terminó siendo elegido Uzman ibn Affan, noble y rico mecano de la tribu de Quraish, como tercer Califa del Islam.