El destierro de la comunidad judía en Babilonia (ya solo judíos, pues el resto, las otras diez tribus que constituyeron el reino norteño de Israel, se “perdió” en la deportación realizada casi dos siglos antes por los asirios), desde 586 a.C., constituyó un verdadero punto de quiebre y de reelaboración teológica por parte del pueblo de Yahvé. Manteniendo viva la memoria del recuerdo de sus esplendorosos reyes (el tiempo del gobierno unificado de David y de Salomón) de quienes se había profetizado que su “Casa” no tendría fin, que estaría para siempre afirmada en el trono, el pueblo de Yahvé tuvo que experimentar su destrucción como nación, y su humillación como pueblo escogido, pues el neobabilonio Nabucodonosor se impuso a la fuerza contra los “batallones del D-os vivo”, destruyó Jerusalén y su fastuoso primer Templo (la “Casa” construida por Salomón, donde Yahvé había declarado que habitaría para siempre), llevándose con él a Babilonia, no sólo el grueso de la aristocracia judía, sus dignatarios y sacerdotes, sino también los vasos sagrados, el candelabro de oro y la demás parafernalia destinada al culto, todos los tesoros del Templo, que para la comunidad de Israel resultaban intocables, no solo ya para los mismos hijos de Israel, mucho menos para un impuro, so pena de anatema y destrucción dictada por D-os.

Durante el cautiverio, el espíritu religioso hebreo sufrió una profunda introspección, los doctores de la Ley comprendieron que el culto ya no se trataba meramente de ritos externos, que D-os no requería de sacrificios de sangre ni de incienso, sino de actitudes devotas y de una observancia rigurosa de la Ley de Moisés; de allí que se preocuparan por dar una particular consistencia a su corpus doctrinal, centrado en el culto devocional a Yahvé, y no en el afán de hacer sobresalir a Israel como una nación poderosa entre las demás naciones. Es durante estas épocas que el pensamiento teológico de Israel alcanzó sus mayores cotas de sublimidad y elaboración, en la figura de grandes pensadores y profetas como Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. D-os pasa a constituirse una Divinidad interior, un estado de paz personal, alejado de la pompa y el fasto propio del “D-os de los ejércitos”. Por contra ahora, la ciudad de Babilonia, y el destierro que para ellos significa, pasará a pesar tanto en el imaginario religioso de la época, que nos ha alcanzado hasta nuestros días, transformada por las lecturas del Apocalipsis del Cristianismo, como la imagen actual y más cruda de las ciudades más ricas y poderosas, corruptas y decadentes, alejadas de D-os, tanto como del desarraigo constante en que permanece el creyente devoto que las habita.

Mientras tanto, en una intervención que los hebreos consideran providencialmente llevada de la Mano de D-os, Ciro el persa, fundador del imperio Aqueménida, conquista el imperio babilonio (en 538 a.C.) de una manera notablemente incruenta, para los “estándares” usuales, y un año después emite un decreto que permite a los judíos retornar a Canaán y reconstruir su Templo.

Así pues, el pueblo de Israel, la comunidad judía desterrada, retorna a la tierra prometida y reconstruye una vez más el Templo de Jerusalén, para poder celebrar de nuevo el culto a Yahvé, bajo la dirección de Zorobabel, un “rey” de ascendencia davídica, aunque satélite del imperio persa. Sin embargo, no todos regresaron, pues muchos de los notables de Israel se habían asentado y habían llegado a ser prósperos en tierras babilónicas y persas, por lo que, en tanto la comunidad judía restablecida pretendía organizarse nuevamente en torno al culto del Templo y la dinastía davídica reinante, experimentaron dificultades que amenazaron su unidad como pueblo. De este modo, se hizo necesaria la venida de maestros y sacerdotes conocedores de la Ley, a mediados del siglo V a.C., entre los que jugaron un papel importante Esdras, quien unificó el canon doctrinal de los libros de la Ley y promulgó una reforma religiosa basada en una lectura comunitaria del mismo (en las sinagogas), y Nehemías, quien reconstruyó y reorganizó la ciudad de Jerusalén, ejerciendo una administración sacerdotal de facto. A partir de dichas reformas (que pasaron incluso por la expulsión de las mujeres extranjeras, para impedir todo tipo de contaminación, mediante los matrimonios, de la nación y del culto), el pueblo de Israel pasó a tenerse como nación santa entre todas las naciones, separados de los demás por las múltiples barreras de su Ley, y animado por profecías que predicen el advenimiento de una segunda era real, en la persona de un “mesías” de la Casa davídica (un rey-sacerdote, “ungido de D-os”), que vendrá a unificar una vez más a su pueblo, y restablecerá el nombre y la grandeza de Israel, de nuevo por sobre toda la tierra.