Puesto que ni a Moisés ni a ninguno de los de su generación les fue dado entrar en el país de Canaán, y murieron en el desierto tras deambular durante cuarenta años, correspondió a Josué, servidor de Moisés, el conducir a las nuevas generaciones la tierra prometida y hacer una guerra sagrada contra los pueblos que la habitaban. Estos hechos se describen en el libro de Josué, inmediatamente después del Pentateuco, y es este uno de los libros más cruentos de todo el Antiguo Testamento, entre muchos otros libros donde la crueldad y la muerte aparecen al punto de horrorizarnos a nosotros, lectores modernos.
Valgan aquí algunas aclaraciones y reflexiones respecto a estas lecturas: primeramente, debe decirse que los hechos descritos resultan, cuando menos, reelaboraciones realizadas quizá más de cuatro siglos después, cuando la clase sacerdotal dio forma definitiva al cuerpo de tradiciones del Antiguo Testamento, el cual llegaría a ser conocido escuetamente con el apelativo de “la Ley y los Profetas”. Estas reelaboraciones resultan hasta cierto punto tendenciosas, pretenden mostrar a un Israel inflexible, victorioso frente a poderosos enemigos declarados; los batallones del D-os vivo de los ejércitos (Yahvé Sabaot) arrollando a pueblos idólatras y homicidas, en el colmo de su corrupción.
Sin embargo, también hasta cierto punto, con algunos matices, esta lectura no resulta del todo irreal. Pues es cierto que los habitantes de Canaán para ese tiempo se habían “civilizado” hacía mucho, se habían vuelto sedentarios y habitaban grandes y poderosas ciudades, donde la corrupción y la ignorancia campeaban entre sus dirigentes, difundiéndose desde allí sobre sus dirigidos, que aceptaban sin quejarse su suerte y su destino. Y si iban a la guerra, lo hacían todos bajo las leyes no declaradas de aquel tiempo, que no han cambiado mucho en los últimos seis mil años quizá: guerra a muerte contra los adversarios y contra los enemigos, sin ningún tipo de compasión o misericordia ni siquiera con los más pequeños, pues hasta los vencidos podían considerar dichos actos como ejemplo de débil pusilanimidad.
Además, el papel de Moisés resulta crucial como profeta y legislador: entregó a los israelitas leyes morales y un código escrito, los organizó en pueblos y tribus, regulando sus relaciones, los condujo desde la vida nómada y agreste del desierto hacia una vida más civilizada y estable, al servicio de la Divinidad. A partir de allí, el pueblo de Israel tomó conciencia profunda del valor de sus tradiciones, y de su diferencia radical respecto a las otras naciones, por lo cual resultaba crucial para ellos resistir todo tipo de contaminación con las creencias y prácticas religiosas de los demás pueblos, idólatras y sumidos en ignorancia, preservando su propia memoria y su alianza como “pueblo de D-os”. Esto derivaba necesariamente en una confrontación sin tregua con los pueblos de Canaán, amonitas, amorreos, heteos, jebuseos, fereceos, filisteos, con la consecuente destrucción de sus templos, sus ciudades y sus ídolos, aunque eso no niega necesariamente otras posibilidades de interrelación en el tiempo. Y, aunque victoriosos, la advertencia de la Divinidad resultaba clara y tajante: “No es tanto por vuestros méritos ni porque seáis buenos, que conquistaréis la tierra que os ha sido prometida, sino que Yahvé la quita a ellos porque obran mal”.
Por último, la descripción de los hechos relatados no puede dejar por fuera el deseo de mostrar al pueblo Israel como “los batallones del D-os vivo, Yahvé Sabaot, Señor de los ejércitos, terrenales y celestiales”, por lo que muchos de las batallas descritas presentan el tinte sobrenatural de la presencia de una Divinidad absoluta y victoriosa, que decide la suerte de antemano, de la cual Su pueblo no es más que una herramienta. Quizá el episodio más conocido de este relato resulte la toma de Jericó, ciudad poderosa, rica y amurallada, habitada posiblemente desde el siete mil antes de Cristo, por parte de las fuerzas de Josué y los israelitas, amparados en su furor y su celo por Yahvé. Al margen de unas algo turbias labores previas de espionaje e infiltración, los israelitas rodearon la ciudad durante siete días, llevando el Arca de la Alianza, mientras los sacerdotes hacían sonar las siete trompetas del Jubileo. El séptimo día, al finalizar el toque de las trompetas, las murallas de Jericó se derrumbaron milagrosamente, y los atacantes pudieron entrar a la ciudad “por lo más directo”, consagrándola en anatema a D-os, matando entonces a todos, hombres y mujeres (excepto las menores), incluso a los animales, como sacrificio para una sangrienta e intransigente Divinidad.
El libro de Josué termina con el establecimiento pleno del pueblo de Israel en la tierra de Canaán (donde “habitaron ciudades que no habían edificado” y “comieron cosechas que no habían cultivado”) y un último discurso de Josué, ya anciano, a los suyos, en el cual les recuerda las pasadas victorias en nombre de Yahvé que les permitieron establecerse, y hace un resumen muy sucinto de toda su historia, desde el patriarca Abraham hasta sus días, por lo que los conmina a permanecer fieles a la Alianza (sin rendirse a otros dioses ajenos y extranjeros, lo que evidencia que no se trataba del todo de borrar con la guerra a los demás pueblos), a lo que los jefes y dignatarios de las doce tribus acceden, renovando allí su Testamento. Luego de estos hechos, muere Josué y es sepultado en su tierra, en los cerros de Efraim. Israel se enfrenta ahora al reto de pervivir, como nación independiente y autónoma, en el concierto de las demás naciones del mundo.
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