Tras la secesión de las tribus a la muerte de Salomón, ocurrida hacia el 930 a.C., los reinos de Israel (las diez tribus del norte) y de Judá (que incluía a la pequeña tribu de Benjamín y a la ciudad santa de Jerusalén) conocieron destinos distintos, incluso enfrentados, pero signados los dos, sobre todo, según el libro de los Reyes, por la aceptación y mezcla (por parte de sus dirigentes y del pueblo) de diferentes cultos extranjeros y el alejamiento de la Alianza hecha con Yahvé. Como consecuencia de esto, desde una perspectiva religiosa, ambos reinos padecerían en su momento opresión e infortunios, traídos por potencias extranjeras, en cumplimiento de la amenaza hecha previamente por Yahvé, debido a que fallaron a Su Alianza. Pero también, durante este periodo fue madurando el pensamiento religioso israelita, los sacerdotes dieron forma definitiva a sus textos canónicos (el Pentateuco, los libros de Josué, de los Jueces, de Samuel y de los Reyes) y aparecieron los grandes profetas mayores y los reformadores (Elías, Eliseo, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, …), que intentaron devotamente conducir a las doce tribus de Israel, de nuevo al redil. Para ellos, el futuro de Israel como nación se aseguraba en la fidelidad de la Alianza y la observancia del culto, y anhelaban constituir un “Reino de D-os” en la tierra, una teocracia organizada en torno al Templo y al seguimiento de la Ley, promulgada inicialmente por Moisés y mantenida por los sacerdotes.
El reino del norte (Reino de Israel, también conocido como Samaria, su capital), surgió en aquellas épocas como una nación cosmopolita y abierta, debido quizá a su cercanía con sus vecinos fenicios y arameos, comerciantes ricos y civilizados. Comprendía las regiones de Samaria y Galilea, y estaba, quizá debido a su cosmopolitismo, mucho más expuesto a los cultos extranjeros de los cananeos y otros pueblos, además de quedar fuera de la órbita religiosa centrada alrededor de Jerusalén, por lo que su distanciamiento de la Alianza con Yahvé resultaba más evidente. A pesar de ser grande y poderoso, no logró mantenerse lo suficientemente unificado, y así se sucedieron distintas dinastías reales, generalmente tras la traición y el asesinato de sus predecesores, hasta que, decadente y corrupto, fue conquistado por los asirios, quienes tomaron Samaria, su capital, en 721 a.C., y deportaron (¡caminando!) a las clases más aristocráticas de Israel del norte hasta el otro lado del imperio asirio, posiblemente hasta lo que es actualmente Afganistán, donde los obligaron a mezclarse con otros pueblos, a fin de hacerles olvidar su origen y su fe. Igualmente, los asirios trajeron a Samaria gentes distintas, extrañas y ajenas, quienes pasaron a habitarla junto con aquellos que se habían quedado, las clases más pobres, para cultivar sencillamente los campos.
A partir de ese momento, los samaritanos (israelitas del norte) se convirtieron en un pueblo mestizo, mezclado tanto a nivel racial como religioso, lo que no hizo sino alimentar los recelos y la desconfianza de los del reino de Judá, que ya nunca volvieron a verlos como sus “hermanos”. Sin embargo, prevaleció una esperanza, alentada por los profetas de ambos reinos: cuando se alcanzara el cumplimiento pleno de las promesas hechas por Yahvé a la Casa de David, vendría un nuevo rey ungido (un mesías), que unificaría otra vez los reinos y llamaría a todos aquellos que se encontraban dispersos entre las naciones.
Judá como reino, conocerá también altibajos de esplendor y decadencia, hasta la entronización de Manasés, a principios del siglo VII a.C., quien, según el libro de los Reyes, escrito por la clase sacerdotal, “pecó tanto a los ojos de Yahvé” que colmó todas las medidas, marcando con esto un final para su pueblo similar al de Israel, si bien no inmediato. Su hijo y sucesor, Amón, fue asesinado por una conspiración de sus propios generales, pero el pueblo se rebeló, y puso en su lugar a Josías, nieto de Manasés. Sin embargo, pocas generaciones después (y a pesar de la reforma religiosa del rey Josías, que permitió a los sacerdotes reescribir los textos canónicos, organizar el culto y declarar la devoción de Judá por Yahvé, expulsando a los ídolos), en 586 a.C., los caldeos y babilonios vinieron a Judá con su rey Nabucodonosor y la conquistaron, deportando igualmente a los notables del reino. Nabucodonosor destruyó también Jerusalén, la ciudad santa, junto con el primer Templo, construido por Salomón, y se llevó todos los tesoros y ornamentos sagrados a Babilonia. Con esto llegaba a su fin al periodo de los reyes de Israel, la monarquía, y los notables del reino de Judá, exiliados ahora en Babilonia, debieron transitar una profunda crisis religiosa, en la medida en que su Divinidad, Yavhé Sabaot, Señor de los ejércitos, parecía haberles abandonado finalmente, permitiendo que naciones extranjeras y poderosas les invadieran y sometieran, arrancándolos a ellos mismos de la tierra prometida que les había sido dada en heredad perpetua. ¿Dónde estaba ahora Yahvé?