A comienzos del siglo I de nuestra era, el pueblo de Israel, ahora bajo la poderosa dominación romana, anhela recuperar el antiguo esplendor de su pasado, en la figura de un prometido “mesías”, un ungido de D-os, que luchará para restablecer el reino y la gloria, unificando de nuevo a las tribus, a las “ovejas perdidas de la Casa de Israel”. Debido a esto no faltan las rebeliones y las sediciones, y a cada tanto surge, en estas épocas, algún autodenominado “salvador” que solivianta los ánimos y anima a los hombres de Israel a rebelarse contra el poder imperante. La mayoría de ellos y sus movimientos conocerán tristes finales, crucificados casi siempre por la “justicia” romana.

Es en este contexto que pueden entenderse, al menos desde la perspectiva judía, los fenómenos asociados a personajes como Juan el Bautista, o al mismo Jesús de Nazaret, predicadores entre su gente, que llaman a la pureza del verdadero culto devocional y a un retorno a la sencillez originaria de las formas, así como también las simpatías y antagonismos que suscitan entre diversas facciones del pueblo, como los zelotes y sicarios, los esenios y terapeutas, y por otro lado, los saduceos y los fariseos.

Así, aunque el advenimiento del mensaje de Jesucristo significó toda una ruptura para el posterior mundo cristiano, para el mundo judío no pasó de ser otro de aquellos que, con ansias de reforma o de agitación, aparecieron durante aquellas épocas para desafiar a su modo el poder romano. Desde esta perspectiva, resulta para ellos mucho más significativa la llamada Primera Guerra Judeo-Romana, o gran revuelta judía, durante la década del 60 d.C., cuando, tras la muerte del emperador Nerón en Roma, terminó por ascender al trono el emperador Vespasiano, quien dejó a su hijo Tito al frente de las tropas romanas de Palestina. Los judíos, con ánimos de sedición y revuelta debido a su renuencia a helenizarse, mantuvieron un alto nivel de hostilidades, lo que llevó finalmente a Tito a poner a Jerusalén bajo asedio. Tras la toma de la misma, y la muerte, según el historiador judío Flavio Josefo, de más de un millón de judíos durante el sitio, Tito destruyó la ciudad, incendiando el Templo (el llamado Segundo Templo, reconstruido por Zorobabel y Nehemías, en tiempos del retorno del destierro de Babilonia) y transportando todos los tesoros sagrados a Roma. De esta catástrofe solo sobrevivió el muro occidental del Templo, el llamado Muro de las Lamentaciones, actualmente uno de los lugares más sagrados, sino el más, de la religión judaica. Esta revuelta tuvo un trágico fin en Masada, en 73 d.C., cuando, tras un largo y penoso asedio, los romanos lograron penetrar en la fortaleza, solo para encontrarse con que sus defensores judíos, casi un millar de ellos, habían preferido darse muerte a sí mismos, antes que caer en manos de la esclavitud romana.

Sin embargo, el pueblo de Israel pervivió en su tierra casi otro siglo más, hasta mediados del siglo II d.C. Durante este periodo, varias revueltas se sucedieron, siendo una de las más importantes la llamada rebelión en el exilio (también conocida como Guerra de Kitos, en los años 115-117 d.C.), que enfrentaría a todas las comunidades judías del mundo antiguo contra el poder del emperador Trajano. A la muerte de este, y el ascenso del emperador Adriano, quien inicialmente promete respetar las tradiciones de los judíos y quizá permitirles la reconstrucción del Templo, la revuelta languidece y entra en un periodo de latencia. Posteriormente, Adriano va cambiando su parecer, forzando a los judíos nuevamente a la helenización, y proyecta la fundación de una ciudad de carácter pagano (Aelia Capitolina, consagrada a su nombre y al del dios Zeus) en la zona de Jerusalén. Esto conlleva una tercera y última rebelión, en 132 d.C., la Tercera Guerra Judeo-Romana, también llamada la revuelta de Bar Kojba, que fue brutalmente reprimida tras un sangriento conflicto. La mayoría de la población de Israel fue asesinada o esclavizada, y Adriano prohibió toda forma de religiosidad judía, ejecutando a numerosos rabinos y maestros de la Ley y quemando los rollos de la sagrada Escritura, para destruir de raíz la identidad del pueblo de Yahvé. La provincia de Judea fue fusionada con otras regiones y denominada Siria-Palestina, el nombre de sus antiguos enemigos, los filisteos. La vida religiosa de Israel volvió a encontrar su centro en las distintas sinagogas repartidas desde antes por el mundo, sobre todo en las babilónicas. El pueblo de Israel será desarraigado de su tierra prometida y vagará desde entonces por el mundo durante casi veinte siglos, hasta la proclama e instauración del nuevo estado de Israel en la tierra de Palestina, en el año de 1948, luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial.