La Alta Edad Media

Desde la construcción histórica, la Alta Edad Media ocupa la mitad de todo el Medioevo, un periodo de casi cinco siglos que abarca desde el año 476 d.C., la fecha tradicionalmente dada para la caída del Imperio Romano de Occidente, por la destitución de Rómulo Augústulo, el último emperador, por parte de Odoacro, jefe de sus hérulos, hasta el mítico año mil, una fecha que, más que dada por el calendario, constituía un sentir apocalíptico general acerca del final de los tiempos, que acompañó todo el final de aquella época hasta bien entrado el Pleno Medioevo, y que tuvo hondas repercusiones desde la visión religiosa y política de mundo de la época.

La denominación de Alta Edad Media puede resultar confusa, dada la tendencia, heredada por la historiografía francesa, de considerar todo el periodo Medieval como un tiempo oscuro y decadente, además de una inadecuada traducción desde el idioma alemán, que es del cual proviene originalmente el concepto. Efectivamente, en idioma alemán, alto también traduce por antiguo, por oposición a bajo, que podría entenderse entonces como reciente. Pero tanto los primeros siglos del Medioevo como todo el periodo en sí tuvieron sus dinámicas particulares y sus tiempos propios, por lo que para una adecuada comprensión resulta importante considerarlos a la luz de su propio contexto y no bajo los conceptos prejuiciados y los lugares comunes que la Modernidad ha logrado establecer hasta cierto punto en torno a estos temas.

En últimas, los cinco primeros siglos del Medioevo pueden contemplarse como un periodo de transición entre las formas clásicas, pero decadentes, del imperio antiguo, hacia el pleno del periodo Medieval después del año mil, con sus propias estructuras feudales, monárquicas y de vasallaje. Durante esta larga etapa de transición, la cultura europea alcanzó un pico de plenitud bajo el reinado de Carlomagno, quien dio lugar al llamado Renacimiento Carolingio, para hundirse poco después en las nuevas invasiones bárbaras que empezaron a sucederse a partir del siglo IX.

El sistema político y gubernamental del antiguo Imperio Romano terminó de colapsar tras su caída, y en su lugar se fueron estableciendo las diversas dinastías monárquicas de los reinos bárbaros, como la España de los visigodos, que sucumbió en el siglo VIII al islam, o la Francia de los Merovingios antecesores de los francos Carolingios. Otros reinos más extraños, como el de los vándalos de Cartago, se establecieron en el Mediterráneo y se dedicaban a la piratería y al pillaje, en tanto que Roma siguió sobresaliendo en el campo espiritual como la sede occidental del cristianismo, guardiana del trono de San Pedro y de su obispo, el papa, vicario de Dios en la Tierra. Con todo, las invasiones se siguieron sucediendo, a pesar de que remitieron con el tiempo, pero continuaron siendo una amenaza para la estabilidad de la Europa feudal de los primeros siglos. Durante esta época, solo la estabilidad política otorgada por creciente poder del Imperio Bizantino permitió algún nivel de continuidad imperial y de conservación y transmisión de las tradiciones y la cultura del mundo antiguo.

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Pero desde mediados del siglo VII y, sobre todo, a principios del siglo VIII, el reino franco se fue consolidando como el más poderoso estado de Europa, en buena medida gracias a la labor de los mayordomos de Palacio de los reyes Merovingios, quienes terminaron por convertirse en los verdaderos poderes dentro de la corte franca durante las fases finales de la dinastía Merovingia, el llamado periodo de los reyes holgazanes. Esto llevó a que finalmente, a mediados del siglo VIII, el hijo y heredero de Carlos Martel, mayordomo de Palacio de todos los francos, Pipino el Breve, reclamara para sí el título real, deponiendo al último rey Merovingio y alzándose con el trono de Francia, con lo que dio inicio a la dinastía de los Carolingios. A pesar de que se ha querido reducir la figura de Pipino, al ubicarla entre los dos grandes nombres de la dinastía, su padre Carlos Martel y su hijo Carlomagno, lo cierto es que la obra de Pipino al erigirse como nuevo rey resultó crucial en la institución de su dinastía y en la reorientación geopolítica y religiosa de la Europa de su época, sentando las bases monárquicas y cristianas que dominarían desde entonces todo el horizonte político del Medioevo.

Con el ascenso de Carlomagno, el imperio alcanzó su mayor expansión y apogeo, para decaer luego víctima de sus propias debilidades internas, que solo habían podido ser contenidas y manejadas durante el tiempo de gobierno del gran rey. Por otra parte, el declive se vio agravado por nuevas invasiones bárbaras a partir del siglo IX, sobre todo las de los vikingos, quienes se perpetuaron en la memoria de Europa y fueron conocidos y recordados principalmente por sus sangrientas incursiones de pillaje, a pesar de exhibir también una impresionante cultura semi oral y unas instituciones políticas mucho más libres y democráticas que las de los pueblos del interior del continente. Pero también, desde el oeste llegaron nuevos pueblos eslavos a enriquecer la sangre y la cultura europea, y con ellos arribaron también los húngaros, pueblo combativo y duro que solo cesó sus hostilidades una vez que fueron evangelizados y se les permitió establecerse en un territorio propio, un poco como sucedió con los todos los otros.

La única excepción la constituyeron los pueblos musulmanes, sarracenos para los europeos, que nunca aceptaron la conversión al cristianismo, y desde sus bases en el África y en algunas islas en el Mediterráneo donde lograron asentarse, hostigaron y piratearon constantemente en las costas meridionales del continente europeo, constituyéndose en una amenaza permanente para todos los reinos cristianos de Europa. Es a raíz de este estado de incertidumbre y constante aprensión que los últimos siglos del primer milenio cristiano se consideraran oscuros, transados por el temor apocalíptico en una Europa que había visto caer imperios y reinos y había temido la barbarie de los extranjeros y que no esperaba nada más que el retorno de Cristo para ver consumarse la profecía del final de los tiempos. A pesar de que el orden fue restablecido luego por el Sacro Imperio y el Reino de Francia, y Europa entró a partir del siglo XI en un tiempo de relativa recuperación, con todo, las profecías apocalípticas no cumplidas a la llegada del año mil fueron postergándose en los siguientes años y siglos, y terminaron por caracterizar el ambiente de casi todo el Medioevo a partir de entonces.

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