Los Aztecas, el mito de Aztlán

El escudo de los Estados Unidos Mexicanos, que es como se llama oficialmente el país que es comúnmente conocido como México, muestra una impresionante águila que despedaza una culebra cascabel mientras permanece posada sobre un cacto de nopal, además de que aparecen algunos otros motivos de ornamentación indígena. Es un símbolo perfectamente reconocible por todos los mexicanos, que los conecta con la memoria del mito fundacional de los antiguos aztecas, los habitantes precolombinos del centro de México a la llegada de los españoles.

Curiosamente, este mito contiene varios elementos de una ideología, que se ha repetido varias veces en la historia humana, y que se conoce comúnmente como destino manifiesto, es decir, la de la intervención en la historia de una Divinidad, para guiar a un pueblo escogido y hasta ese momento oprimido hacia una nueva tierra prometida donde pudieran reinar libres.  En este sentido, este mito presenta afinidades con el relato del Antiguo Testamento donde se narra la entrada del pueblo de Israel a la tierra prometida de Canaán, guiados por Yahvé, y que sirvió de base igualmente a otras posteriores empresas cristianas de colonización, mucho tiempo después, entre ellas la que llevó a los Estados Unidos de América a conectar la costa este con la costa oeste de su país mediante la línea del ferrocarril, por poner un ejemplo.

Para los pueblos que llegarían a ser conocidos como aztecas, el mito se origina cuando Huitzilopotchli, su deidad principal, identificado con el sol, se les reveló en la tierra mítica de Aztlán, la tierra de las garzas, al parecer una isla donde habían sido esclavizados, y les ordenó que emigraran a una nueva tierra hacia el centro de México, donde pudieran vivían en libertad. De Aztlán viene el nombre de aztecas, aunque ellos se denominaban a sí mismos mexicas, y llamaban a su tierra Mexcaltitlan.

Siguiendo entonces a su dios, los mexicas deambularon durante generaciones, y tuvieron que sostener guerras con otros pueblos mientras encontraban el lugar que les fuera señalado. Se asentaron en torno a un cerro en la región de Tollan, donde vivieron felices y casi olvidaron las promesas de su dios, quien los hizo salir nuevamente para que continuaran su camino. Llegaron luego al valle de Anáhuac, y sirvieron como mercenarios de los señores de Azcapotzalco, prestándoles voto de sometimiento. Por fin, sobre una roca en un islote del lago Texcoco, los sacerdotes de los mexicas vieron el signo que tanto habían esperado y anhelado: un águila posada sobre un cacto de nopal que devoraba una culebra de cascabel. Entonces se asentaron allí y fundaron la ciudad de México-Tenochtitlan, donde se encuentra actualmente la actual Ciudad de México, la capital del país.

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A partir de ese momento, los mexicas se dedicaron a expandir su influencia sobre los demás pueblos vecinos, en una guerra sagrada por imponer el culto a su Divinidad, el dios sol Huitzilopochtli, por sobre todo el territorio. Un siglo después, hacia el siglo XV, los mexicas habían logrado una alianza con otros pueblos poderosos de la región, acolhuas y tepanecas, con quienes enfrentaron y derrotaron a los señores de Azcapotzalco, iniciando así un nuevo periodo hegemónico de expansión y victorias.

Pasaría aún otro siglo antes de la llegada de los conquistadores españoles, y durante ese periodo los mexicas de la Triple Alianza lograron extender su poderío e imponer tributo sobre casi todos los pueblos del centro de México hasta la actual Guatemala, con lo que hicieron de México-Tenochtitlan una de las ciudades más grandes y populosas del mundo para su época, mayor aún que muchas de las capitales europeas contemporáneas. Mediante la guerra y las alianzas tribales lograron unificar un poderoso y vasto imperio donde florecieron el comercio, las ciencias, las artes, las construcciones monumentales y la cultura propia indígena, y donde hubo prosperidad y abundancia dentro de las clases gobernantes. Pero también, los mexicas se habían hecho tristemente célebres por su crueldad y sus extravagantes ritos de sacrificios humanos, pues para ellos la guerra estaba íntimamente ligada con la adoración de su sangriento dios sol, que exigía ser alimentado con corazones y sangre humana para poder continuar con su tarea de ordenar e iluminar el mundo.

Por eso, no es de extrañar que, con su superioridad en armas y caballos, que los hacían aparecer como dioses ante los indígenas que desconocían dicho poder, los conquistadores españoles llegados a la zona ganaran para sí y de buen grado la alianza de diversos pueblos sometidos a los mexicas, que veían con esto una oportunidad de poner fin al dominio desde Tenochtitlan para recuperar de ese modo su independencia. Estos pueblos sometidos jugaron un papel determinante en la caída final de los mexicas, sobre todo cuando, a partir de 1519, Hernán Cortés decidió adentrarse en sus dominios para apoderarse del oro del imperio. Sin su ayuda y colaboración, la empresa de conquista española hubiera sido prácticamente imposible.

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