El siglo III d.C. fue un periodo mayoritariamente convulso e incierto dentro de todo el mundo romano y la obra de Diocleciano a finales del siglo, a pesar de que logró poner fin a la anarquía reinante mediante la implementación de drásticas reformas administrativas y la acumulación de un poder cada vez más absoluto alrededor de la figura autoritaria del dominado, con la que sustituyó en su momento a la del principado, no constituyó más que un precario esfuerzo para tratar de paliar la creciente corrupción y decadencia enquistadas al interior del gobierno imperial. Así, tras su dimisión en 305 d.C. (fue el primer emperador que se retiró por decisión propia, probablemente por causas de salud), el sistema de gobierno de la tetrarquía implementado por él colapsó en medio de luchas intestinas por el poder y el imperio entró nuevamente en una fase de inestabilidad, de la que saldría finalmente Constantino como vencedor absoluto.
A pesar de que los cristianos fueron brutalmente perseguidos y expoliados durante el mandato de Diocleciano, puesto que se les veía como una amenaza y un impedimento para la recuperación del antiguo esplendor imperial y pagano, con esto no se logró menguar la fuerza de su fe ni disminuir su importancia creciente dentro del mundo romano sino que, por el contrario, los imaginarios del martirio y de la persecución injusta contribuyeron paradójicamente al fortalecimiento de la iglesia. Esto fue percibido de manera más clara por Constantino, quien comprendió que no era posible gobernar sobre un imperio unificado si se mantenía la oposición y las persecuciones al cristianismo, por lo que empezó a favorecerlos una vez que llegó al poder.
Según algunos relatos, la noche anterior a la decisiva batalla del Puente Milvio, en 312 d.C., Constantino tuvo una visión celestial, en la cual le fue presentada la cruz cristiana (o el crismón, el monograma del nombre de Cristo) mientras que una voz le declaraba: in hoc signi vinces, con este signo vencerás. Los historiadores cristianos sostienen que entonces Constantino hizo poner el signo en sus estandartes y logró la victoria contra su rival, Majencio, convirtiéndose así en señor de todo el imperio de occidente, en tanto que la parte oriental quedaba en manos de su cuñado, Licinio.
Un año después, los dos coemperadores promulgaban el Edicto de Milán, un decreto sobre libertad de cultos que en la práctica fortalecía a las comunidades cristianas en detrimento de las instituciones paganas, pues les devolvía los bienes confiscados durante las persecuciones además de que eximía a la iglesia del pago de ciertos impuestos sobre la tierra. Esto contribuyó poderosamente al afianzamiento del Cristianismo dentro del imperio, pues se permitió a los altos obispos el ocupar importantes cargos de poder y participar activamente en las cuestiones de gobierno. Además, Constantino les favoreció con grandes donaciones y promovió la construcción de nuevas e importantes iglesias, entre ellas la Basílica de San Pedro en la colina del Vaticano y la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén.
A partir de allí, los que en su momento fueran perseguidos se tornaron a su vez en perseguidores y ahora fueron los creyentes paganos de Artemisa, de Apolo y de Zeus los que sufrieron expoliación y muerte a manos de intransigentes cristianos fanatizados, además de que se prohibieron los cultos a los viejos dioses y se destruyeron sus templos. A pesar de ello, hasta el final de sus días Constantino retuvo para sí el título de Pontifex Maximus, como cabeza de las instituciones paganas del estado, y mantuvo funcionarios no cristianos dentro de su gobierno.
Constantino logró unificar nuevamente el imperio romano tras vencer a su contrario Licinio en 324 d.C., en torno a una monarquía imperial, absoluta y hereditaria, sobre la estructura autocrática de poder sentada previamente por su antecesor Diocleciano y validada espiritualmente por los argumentos teológicos de la religión a la que apoyaba. Tras apoderarse de Bizancio, la capital del imperio oriental que gobernaba Licinio, la reconstruyó con una nueva simbología cristiana y la rebautizó como Nova Roma
Sin embargo, aunque Constantino nunca adoptó el cristianismo como religión oficial del imperio, sí adaptó mucho de su imaginería religiosa a las necesidades y particularidades de su propio gobierno autocrático, incluyendo elementos paganos heredados de Diocleciano, ajenos a la esencia cristiana, sin llegar por ello a deformarla. Durante su reinado se estableció el día domingo (dominus dies) como inicio del tiempo litúrgico, el primer día de la semana, donde estaba vedado trabajar a la manera del sabbat judío, pero a partir de la dedicación pagana que se le había asignado previamente a este día para el dios Sol (dies solis invictus), del cual deriva a su vez la imaginería del halo celestial de los santos. También abolió las luchas de gladiadores, a pesar de que su práctica persistió aún durante mucho tiempo (de manera similar a lo que sucede actualmente con la sangrienta tauromaquia) y suprimió la crucifixión como pena de muerte, por razones de piedad, aunque la sustituyó por la horca para reafirmar que el imperio y la Ley seguían teniendo poder sobre la vida y la muerte de sus súbditos.
Ante las controversias que afectaban a la iglesia cristiana de aquella época (particularmente la idea del arrianismo, que subordinaba el Hijo al Padre) y que amenazaban la unidad doctrinal del cuerpo eclesiástico, Constantino, como emperador elegido por designio divino, se arrogó la potestad de intervenir para poner orden en la cuestión, por lo que convocó un concilio de más de trescientos obispos cristianos (con todos los gastos pagos…), en la ciudad de Nicea, en el año 325 d.C.
El concilio fue inaugurado por el mismo emperador vestido de oro y duró aproximadamente dos meses, tras de los cuales surgió un primer intento de sistematización de la dogmática cristiana. Su logro más importante en este aspecto fue la promulgación del símbolo niceno, el credo de la iglesia cristiana, el cual establece una validación de los vínculos entre el poder espiritual y el poder temporal, las relaciones de la iglesia y el estado con el objeto de la difusión del evangelio, y que se ha mantenido básicamente inalterado en su esencia por los últimos mil setecientos años.
Constantino murió en 337 d.C., aproximadamente a los sesenta y cinco años de edad, después de casi treinta años de reinado como emperador de los romanos. Al momento de su muerte se hizo bautizar como cristiano por Eusebio de Nicomedia, un obispo del que se sospecha que mantenía para ese momento simpatías arrianas. Aun así, Constantino es venerado hasta hoy como santo por diversas iglesias ortodoxas orientales y por algunas iglesias luteranas, mas no por la iglesia católica romana.