El primer periodo iconoclasta de la historia bizantina se originó durante el mandato de León III, iniciador de la llamada dinastía Siria o Isauria, quien gobernó desde 717 hasta 741, pero fue en el reinado de su hijo Constantino V que la supresión de imágenes fue elevada a la categoría de verdad doctrinaria en un concilio de obispos convocado por el mismo emperador en 754, el cual fue conocido como Concilio de Hiereia, adonde asistieron solamente obispos simpatizantes de la iconoclastia, mas no representantes de las más importantes sedes patriarcales ni del papado romano. Aunque en su momento fue llamado ecuménico (es decir, universal), la ortodoxia cristiana posterior a la revocación de la iconoclastia lo considera espurio y no lo incluye dentro del número de sus concilios universales.
Pese a la fuerza con que se impuso la prohibición de la veneración de imágenes, que llegó a condenar incluso las oraciones a los santos y el atesoramiento de reliquias, estas resultaban de una importancia tal y estaban tan firmemente arraigadas en la mentalidad cristiana de la época (y aún en la actual) que parecía imposible que la iconoclastia fuera mantenerse por mucho tiempo, además de que se produjo una división entre las iglesias del orbe que afectó en gran medida la gobernabilidad dentro del imperio.
Por estas razones, y como una forma de consolidar el poder y el prestigio del gobierno imperial, así como para mejorar también las relaciones con Occidente, la emperatriz Irene, quien actuaba en esos momentos como regente de su hijo Constantino VI, empezó a adelantar gestiones a principios de la década del 580 con el fin de convocar un nuevo concilio ecuménico, que involucrara esta vez representantes de todas las cinco sedes apostólicas, para revocar las decisiones sobre la iconoclastia emanadas en el anterior concilio.
Se hicieron entonces todos los preparativos para realizar el concilio a finales de 786 en la iglesia de los Santos Apóstoles de Constantinopla y el mismo patriarca Tarasio de Constantinopla se preocupó especialmente de tener en cuenta las condiciones que el papa Adriano de Roma exigió para reconocer la canonicidad del mismo. Pero ni la emperatriz ni el patriarca tuvieron en cuenta la identificación política que los militares bizantinos realizaban de la iconoclastia con el gobierno imperial. El día de la apertura del concilio, cuando los representantes obispales de la Pentarquía ocupaban sus respectivos lugares, los comandantes de los cuerpos profesionales y de la guardia imperial desenvainaron a una señal sus espadas y amenazaron con matar al patriarca metropolitano, lo que desencadenó un tremendo caos en toda la iglesia y el concilio debió ser cancelado.
La emperatriz Irene se dio cuenta entonces de que debía tomar medidas más rigurosas si quería llevar a cabo su voluntad y empezó por licenciar a las unidades militares que habían tomado parte la conjura, expulsándolas de Constantinopla. Luego, cuando estuvo segura del apoyo del ejército, envió nuevamente invitaciones a los legados y obispos para reiniciar el concilio al año siguiente, esta vez en Nicea. La elección de esta nueva sede se relaciona con el prestigio mismo de la ciudad, dado que allí se había realizado el primer concilio ecuménico de la iglesia, convocado por el emperador Constantino I en 325, del cual surgió la declaración básica de la fe cristiana, la condenación de la herejía arriana y el modelo de colaboración secular entre la iglesia y el imperio.
Entre septiembre y octubre de 787 se celebraron entonces siete sesiones clave en el concilio, durante las cuales se realizó la elaboración doctrinaria de la veneración de las imágenes, a partir de ejemplos tomados de la vida de los santos y de historias sobre el poder milagroso de los íconos. A pesar de la debilidad de los argumentos teológicos, las imágenes y representaciones sagradas fueron proclamadas como parte central de la fe, que cumplían un importante papel dentro de la liturgia y como muestras de arte eclesiástico para la educación de los analfabetos, al invitarlos a seguir el ejemplo de los santos. A partir de entonces, las representaciones icónicas se centraron sobre todo en el tema de la crucifixión de Cristo, acompañado por las figuras de su madre y de san Juan Evangelista.
La sesión final del concilio se realizó en Constantinopla, presidida por la emperatriz Irene y su hijo, quienes aprovecharon la ocasión para aparecer ante la sociedad bizantina como las autoridades reinantes y para llevarse el mérito por el éxito del concilio, aprobando la nueva Declaración de Fe que restauraba la veneración de las imágenes sagradas y condenaba la iconoclastia como herejía. De modo similar a como sucedió en el Primer Concilio de Nicea, al final de este Segundo Concilio el emperador niño Constantino VI y su madre Irene fueron aclamados por la iglesia como defensores de la fe y se les concedió una categoría especial como santificadores de la fe cristiana. El de Nicea pasó a contarse desde entonces como el séptimo concilio ecuménico de la cristiandad, que revocó la Declaración de Fe iconoclasta emanada en el anterior concilio de Hiereia de 754, el cual fue finalmente repudiado tanto por las iglesias orientales como por el papado en Occidente.