Uno de los episodios más decisivos de toda la historia bizantina lo constituye la separación que se dio entre la iglesia griega de rito ortodoxo y la iglesia latina de rito romano, lo que se conoce como el Cisma de Oriente y Occidente (o, desde la perspectiva católica, simplemente Cisma de Oriente), el cual dividió a las dos iglesias y al mundo cristiano hasta nuestros días, cuando apenas empiezan a iniciarse los primeros acercamientos entre ambos bloques.
Ya desde los tiempos de la caída del imperio romano de Occidente, Bizancio se había erigido como heredera de toda la tradición imperial e intelectual del mundo antiguo, así como continuadora y preservadora de los dogmas cristianos, en la medida en que muchos de los centros y patriarcados más antiguos de la cristiandad, Alejandría, Antioquía o Jerusalén, por nombrar unos pocos, se encontraban en la parte asiática u “oriental” del imperio. Desde esas épocas datan los primeros conflictos en el seno de la comunidad cristiana que habrían de tener una profunda importancia y figuración en toda la historia religiosa posterior: los primeros roces y discusiones entre el poder secular del emperador y los reyes y el poder espiritual de la Iglesia, la controversia por la primacía doctrinal sostenida por las diversas sedes obispales y los patriarcados principales, la cual desembocó con el tiempo en numerosas denominaciones y distintas interpretaciones del mensaje evangélico, así como la lucha constante contra las diferentes herejías y pensamientos divergentes que amenazaban con romper la ortodoxia del mensaje cristiano, y que reaparecieron constantemente durante todo el Medioevo.
Con el ascenso y la posterior vertiginosa expansión del islam sobre los territorios del norte de África y el Asia Menor hasta Persia y la India, los tres grandes patriarcados de Alejandría, Jerusalén y Antioquía, al igual que muchas otras denominaciones cristianas, como la etíope o la siria, sufrieron un declive paulatino, y la rivalidad entre los dos centros sobrevivientes de Roma y Bizancio se agudizó, enfatizada por divergencias litúrgicas y de rito, así como jurisdiccionales, pero, sobre todo, a nivel doctrinal en torno a tema filioque, es decir, la procedencia del Espíritu Santo, la tercera Persona de la Trinidad, dado que en últimas ambas iglesias representaban a la vez una visión cultural del mundo asociada a una particular figura del poder temporal, los latinos romanos u occidentales, asociados principalmente a los monarcas francos, y los griegos bizantinos, u orientales, bajo la tutela del Imperio Bizantino.
Uno de los puntos más álgidos de la divergencia entre la iglesia griega y la latina se dio en la navidad del año 800, cuando el papa León III coronó al rey franco Carlomagno en la Catedral de San Pedro en Roma como emperador de los romanos. Hasta ese momento, los emperadores de Occidente habían sido vistos como poco menos que segundones de los emperadores de Bizancio, y este acto del papa respecto al nuevo emperador implicaba, no solo una declaración de independencia con respecto al poder imperial de Bizancio y la reivindicación de un imperio franco en Occidente, sino también el privilegio que se arrogaba el papado de nombrar emperadores y reyes “por decreto divino”, algo que investía al obispo de Roma con la más alta primacía frente a Bizancio y lo cual ni el mismo Carlomagno
Las tensiones que este acto generó entre las dos partes del imperio cristiano, no solo a nivel político sino religioso, determinaron que poco después ambas iglesias se separaran en un efímero cisma (el cisma fociano, entre 863 y 867), por cuestiones de doctrina, pese a lo cual volvieron a reunirse poco después, pero el cisma contribuyó a ahondar aún más las diferencias entre las dos entidades, con lo que la reconciliación terminó por ser más bien transitoria y no terminó por resolver las diferencias de fondo.
Así, cuando en el año 1054 se dio la excomunión mutua, lo que se tuvo finalmente fue la culminación de una larga historia de discordancias que llevaron a que cada una de las iglesias se considerara entonces la única y verdadera heredera de la iglesia primigenia, acusando a la otra de haber abandonado la comunidad original. En esta larga pugna por la primacía, el cisma también representó la concreción de la aspiración bizantina por construir una iglesia propia, autónoma de Roma y en igualdad de dignidad, dentro de su esfera cultural greco oriental particular, que alcanzaría luego sus más espléndidos progresos en la labor evangelizadora de los pueblos eslavos y el florecimiento del cristianismo ortodoxo en la Rusia de los zares y en Moscú, la tercera Roma.
Pese a las intenciones de conciliación ecuménica entre las dos antiguas ramas cristianas a partir de entonces, la respuesta general luego de la escisión fue la de olvido, silencio y desconocimiento por parte de ambas facciones, al punto de que los dos mundos se separaron culturalmente y se desarrollaron de manera aislada, sobre todo en el occidente, donde la realidad religiosa de Europa medieval se configuró de manera exclusiva de acuerdo al rito romano hasta los tiempos de la Reforma, a fines de la Edad Media.