El imperio bizantino tuvo sus antecedentes en la decisión del emperador romano Constantino de instituir una nueva capital del antiguo imperio romano que él había logrado unificar a partir del año 324 d.C., cuando refundó la ciudad de Bizancio, antigua colonia griega de casi mil años de antigüedad, nombrándola como Nueva Roma, con lo que mostraba su deseo de dirigir su gobierno desde una ciudad que estuviera más estratégicamente ubicada en relación con las nuevas realidades del imperio que ahora él gobernaba. A partir de este momento, la antigua capital perdió mucho de su antigua preeminencia, y el centro del poder y el saber, la política y la cultura se trasladaron ahora hacia el naciente imperio oriental.

Constantino fue un hábil político que logró gobernar canalizando las tensiones religiosas que habían permanecido latentes durante el gobierno de los emperadores previos a él y supo encauzar la fuerza creciente de la secta de los cristianos, que hasta el momento no había pasado de ser una más entre las muchas sectas religiosas y místicas de la época, para muchos todavía identificada parcialmente con la más antigua religión del judaísmo, concediéndoles a los cristianos libertades de las que habían estado privados en años anteriores, así como reparaciones materiales luego de las terribles persecuciones de las que habían sido objeto por parte de los antecesores pro paganos de Constantino, emperadores como Diocleciano o, particularmente, Decio, quien fue el que dio inicio a las persecuciones.

Constantino se distanció de estas posturas previas, quizá porque supo percibir el creciente peso que la cuestión religiosa había llegado a tener dentro la política imperial, por lo que promovió una serie de medidas que favorecían en principio la libertad de cultos, como el llamado Edicto de Milán de 313 d.C., firmado por él y Licinio, los respectivos emperadores de los imperios romanos de Occidente y Oriente, como una fórmula de paz religiosa dentro de todo el imperio. Ya desde antes había tenido inicio un proceso de acercamiento de la autoridad imperial hacia la nueva religión con decretos que suprimían las persecuciones a los cristianos y la devolución de sus bienes, así como algunas prebendas para el obispado, los representantes del poder eclesial, como la exención de algunos impuestos.

A pesar de que las diversas formas paganas todavía fueron reconocidas dentro de la promulgación del Edicto de 313, este concedía de hecho un estatus superior al cristianismo, al lado de la antigua religión romana oficial, y al año siguiente se empezaron a dar las primeras supresiones contra los seguidores del paganismo, con el fin de consolidar la hegemonía del cristianismo dentro de todo el imperio.

Incluso en el año 321 se estableció una política de unificación de todos los cultos bajo una forma oficial de culto al dios Sol como religión imperial, que convivió con el cristianismo varias décadas más. Constantino declaró al domingo como día de descanso oficial dedicado al Sol (dies solis, dominus dies) y prohibió que trabajaran en ese día las oficinas públicas, así como los talleres y los mercados.

Pero la religión cristiana parecía ser la más adecuada para convertirse en el culto rector y legitimador del nuevo imperio al que Constantino quería dar forma, y fue el mismo emperador quien convocó bajo sus propios auspicios un Concilio universal de obispos en la ciudad de Nicea en el año 325 d.C., para que en él se definieran y establecieran las cuestiones fundamentales y las bases doctrinarias de la fe cristiana, así como también para que se aclararan las relaciones que dicha religión iba a mantener con el gobierno imperial a partir de allí. El emperador mismo y sus delegados hicieron activa presencia dentro del Concilio, para mostrar tanto el poder del imperio como el interés que tenía en el desarrollo del mismo, por las relaciones de legitimidad mutua que podían obtener ambos a partir de ahí. El cristianismo adquirió de esa forma carta de legitimación ante el todo el imperio romano y terminó por convertirse en la religión oficial del mismo en el año 380, bajo el reinado de Teodosio el Grande, cuando se suprimieron definitivamente las religiones paganas.

Con todo, fue Constantino quien desplazó el centro de poder hacia el oriente bizantino e hizo las alianzas necesarias para incorporar la religión dentro de un nuevo proyecto imperial de carácter cristiano, centralizado y monárquico bajo su mandato. Su obra marcó el inicio de una hegemonía por la parte oriental del imperio romano que habría de mantenerse de manera autónoma por al menos mil años más, marcando profundamente la cultura y la religiosidad de los pueblos dentro de la esfera del cristianismo oriental. Su perdurable influencia ha determinado que sea conocido dentro del cristianismo oriental como un decimotercer apóstol.