La concepción actual que se tiene alguien iconoclasta es la de una persona de vanguardia que va en contra de lo establecido por la tradición, que rompe con los moldes prestablecidos. Este es, efectivamente, el significado primario de la palabra, que traduce literalmente como rompedor de imágenes. En el judeocristianismo, la cuestión iconoclasta se originó a partir de la llegada del pueblo de Israel a la tierra prometida de Canaán, guiados por su intransigente deidad, y en la prohibición que surgió entonces de realizar representaciones de lo sagrado mediante imágenes que pudieran terminar por asociarse con la idolatría de los cananeos. El Antiguo Testamento tiene una posición clara frente a esto, en la medida en que se considera a Yahvé una deidad trascendente, lo que convirtió en un rasgo constitutivo y fundamental de la religión judaica.

Con la aparición del cristianismo y su asunción de la doctrina de un Dios que se había hecho hombre y materia mundanal para la salvación de los pecados de la humanidad, las cuestiones acerca de su representación volvieron a surgir en el seno de la primitiva comunidad cristiana. Situaciones asociadas sobre todo a la pasión de Cristo, como el encuentro con la Verónica o el uso de un sudario para envolver el cuerpo de Jesús luego de la crucifixión, además de otras de carácter más apócrifo como la que narra la correspondencia sostenida entre Jesús y el rey de Edesa, cerca de la actual frontera turco siria, dieron pie a múltiples historias en las que se sostenía que la imagen de Cristo había aparecido de manera misteriosa en diversos trozos de tela o de madera y que estos exhibían poderes milagrosos. Estas cuestiones, como se sabe, han llegado hasta nuestros días alrededor de extraños objetos y reliquias como la famosa Sábana Santa de Turín o algunos retablos sagrados de las iglesias ortodoxas orientales.

La difusión del cristianismo en el mundo romano de la Antigüedad implicó nuevas cuestiones y líneas interpretativas: en el oriente, el fenómeno cristiano, principalmente influenciado por las creencias persas y egipcias, se centró principalmente en torno a la idea de la divinidad de Jesucristo, lo que determinó la aceptación de las imágenes como representación de lo sagrado y vehículo que permitía establecer una relación profunda entre el devoto y su Divinidad. En el occidente romano, por otra parte, la interpretación dogmática se guio sobre todo por la línea de la humanidad de Cristo y mantuvo un afán por hacer accesible esta idea dentro del mundo pagano. Como herederos de la tradición greco romana del culto al cuerpo, en el occidente fueron admisibles entonces, además de las representaciones icónicas bidimensionales, el desarrollo del arte estatuario y la búsqueda por la representación fidedigna de los rasgos humanos, ya fuera de Cristo, María y los distintos apóstoles y santos, que es lo que puede contemplarse aún hoy cuando se visita un templo católico.

Paralelamente a estas cuestiones también tuvieron lugar otras discusiones, sobre todo en el mundo mediterráneo oriental, acerca de la naturaleza de la divinidad de Jesucristo y su relación con el Padre y el Espíritu Santo, las otras dos personas de la Trinidad, que alimentaron numerosas interpretaciones y escuelas heterodoxas y heréticas en el transcurso de los siglos siguientes, como el arrianismo y el monofisismo, algunas de las cuales se definieron por una estricta observancia de la prohibición bíblica en torno a la representación de lo divino mediante imágenes. La influencia del judaísmo y la posterior aparición del islam, que ratificó dicha prohibición, sirvieron de alguna forma de base justificativa y confirmatoria de tales posturas.

Por ejemplo, cuando el emperador bizantino Juliano decidió poner en el reverso de sus monedas el rostro de Cristo a finales del siglo VII, como una afirmación del carácter vocacional de su imperio, la reacción de los califas musulmanes fue emitir a partir de entonces un tipo de moneda que contenía solo caracteres de su alfabeto, en consonancia estricta con su fe islámica, lo cual no dejó de causar cierta agitación y generar polémicas dentro del mundo cristiano de la época.

Por eso, cuando el emperador Leon III, iniciador de la dinastía Isauria a comienzos del siglo VIII, decidió poner en práctica ciertas medidas que restringían el uso de imágenes y prohibían su veneración, con una sincera convicción de que combatía así las prácticas idolátricas que se extendían en su reino, se encontró luego con una fuerte oposición popular y dentro de algunas facciones del clero, con lo que se dio inicio entonces a un periodo de conflicto iconoclasta que ocupó buena parte del mismo siglo. Aunque la prohibición estaba orientada inicialmente a disposiciones precisas, sin ahondar más en cuestiones teológicas, la preocupación de la iglesia defensora de las imágenes giró en torno al problema de reconocer como equivocada una práctica aceptada desde mucho antes, lo que implicaba en ese momento perder parte de su credibilidad e influencia sobre el mundo cristiano. Así, en los años siguientes la querella iconoclasta se fue profundizando, incorporando argumentos teológicos de una y otra parte, y afectó fuertemente la política de la dinastía, la cual debió finalmente ceder ante la autoridad eclesiástica romana durante la regencia de Irene, consorte real del nieto de León III, quien puso fin el primer periodo iconoclasta de la historia bizantina.