Una vez que Irene de Atenas ascendió al trono de Bizancio como gobernante única en 797, una de sus preocupaciones principales fue la normalizar sus relaciones con los otros poderes imperantes de su época, los Abásidas en el oriente musulmán y el reino franco que adquiría un poder más hegemónico en Occidente. Aunque su papel al frente del imperio fue aceptado nominalmente, no estuvo exento de recelos y suspicacias por el hecho de que fuera una mujer la que ostentara el título de emperador oriental de los romanos. Puesto que a Irene se la había identificado generalmente como la emperatriz regente durante la minoría de edad de su hijo Constantino VI, el que este no estuviera ahora habilitado para gobernar (cegado como estaba por órdenes de su propia madre) hacía concluir a muchos de los gobernantes occidentales, tanto seglares como eclesiásticos, que el trono imperial estaba vacante y se había producido un vacío de poder. No reconocían los derechos imperiales de Irene como basileus puesto que no podían concebir que una mujer pudiera ejercer como gobernante.

Por otra parte, las campañas victoriosas del rey Carlos en Occidente, que habían extendido su poder sobre los ávaros de Hungría y habían significado el triunfo de la imposición del cristianismo entre los sajones paganos del norte, así como la figura de protector del papado romano que se le había concedido luego de la derrota de los lombardos en el norte de Italia, lo que le había valido también el reconocimiento del título de patricius romanorum, hacían que muchos dentro de su corte reclamaran para Carlos el reconocimiento de un título imperial aun más elevado que todos los anteriores. La unificación de vastos territorios dentro del continente europeo bajo la égida del cristianismo había dado lugar a que se le aplicara a Carlos el epíteto de padre de Europa (Europae pater) y el mismo rey estaba en proceso de hacer de Aquisgrán, la capital de su imperio, una ciudad de una importancia tal que esperaba que se la considerara la Roma del futuro, destinada a suplantar a las Romas anteriores, la del Tíber y la del Bósforo.

En estas circunstancias, León III, el nuevo papa que fue elegido a la muerte de Adriano I en 795, presentó un falso testamento conocido como la Donación de Constantino, que se remitía supuestamente a los tiempos de Constantino el Grande y a una tradición según la cual este había sido convertido al cristianismo por el papa Silvestre, al cual le había sido entregada la soberanía sobre la parte occidental del imperio cuando Constantino dejó Italia para establecer su nueva capital en Bizancio, durante la década del 320. Según este documento, el control y la concesión del título imperial hacían parte de las atribuciones del obispo de Roma, lo que dejaba de lado el hecho de que, durante siglos, los gobernantes en Occidente habían estado sometidos a la autoridad de sus pares mayores de Bizancio.

Para la corte bizantina, las pretensiones de Carlos de acceder al título de emperador de los romanos

resultaban indignantes, acostumbrados como estaban a que el único con autoridad tal para ostentar dicho título gobernara desde Constantinopla, la capital imperial establecida por Constantino I, el primer emperador cristiano, del cual todos los demás derivaban su autoridad. Es posible incluso que los consejeros de Irene trataran de inducirla a que fuera ella misma la que elevara a Carlos al cargo de emperador subalterno de Occidente, como había sido establecido desde antiguo.

Con todo, hacia finales del año 800, cuando Carlos en su papel de defensor del papa discutía en Roma la manera de restaurar la autoridad de León, luego de que una conjura por parte de los aristócratas de la ciudad hubiera tratado de despojarlo de su dignidad, este último vio una oportunidad única de aumentar su prestigio y su poder dentro de la política medieval de Occidente. Así, investido del poder sacro de la iglesia para entregar el título imperial a aquel que fuera hallado digno, de acuerdo a lo estipulado en el falso documento de la Donación, León coronó a Carlos en una ceremonia especial el día de Navidad, cuando este asistía a la misa de San Pedro, ungiéndolo con aceite sagrado y haciéndolo aclamar como imperator romanorum por el pueblo y los nobles presentes, sentando así un importante precedente en relación a la autoridad papal para el otorgamiento de este título, pese a las reticencias del mismo Carlos, quien posiblemente no deseaba quedar en deuda de este modo con el obispo de Roma.

A partir de este acontecimiento surgió el concepto de que ningún gobernante en Occidente podía aspirar a una coronación real si le faltaba la mediación del papa romano. Todos los reyes posteriores, aun los fuertes monarcas germanos del siglo X, irían hasta Roma para obtener del sucesor de San Pedro el reconocimiento de su entronización, y con el tiempo el pontífice romano llegaría a declarar que no era posible acceder al título de emperador del Sacro Imperio Romano sin este rito de coronación papal, lo que terminó siendo clave en la exclusión de la injerencia bizantina en torno a las elecciones imperiales y en el fortalecimiento del sentido de identidad cristiana en el Occidente europeo medieval.

Paradójicamente, esto también contribuyó en Oriente a la preservación de sus propias tradiciones imperiales, pues los gobernantes bizantinos se dedicaron a partir de entonces a profundizar los antiguos modelos romanos transformados por la cultura griega que tanto caracterizaba a la sociedad bizantina.