La caída de la ciudad de Constantinopla en poder de los turcos otomanos en 1453 significó el fin de una era, no solo para el imperio romano de Oriente en sí, sino también para toda la cristiandad, al punto de que se considera este episodio como uno de los referentes que marca el fin de la Edad Media y el paso hacia la conformación de las estructuras políticas y sociales de la Edad Moderna.
Sin embargo, lo más factible es que, para un observador de aquella época, por más de que la noticia pareciera totalmente dramática, tampoco fuera considerada como un final absoluto en sí, es decir, no se dieron pensamientos del tipo “Se acabó la Edad Media y pasamos a la Edad Moderna”, dado que existieron en su momento diversos elementos de continuidad que permitieron la transmisión y posterior supervivencia de muchas de las tradiciones imperiales.
Primeramente, la religión: por más de que los grandes patriarcados orientales de la cristiandad, excepto la misma Bizancio, habían entrado en un prolongado declive luego de las conquistas islámicas de los siglos VII y VIII, no por ello había menguado, ni lo ha hecho hasta hoy en día, la fe y la convicción de las diversas denominaciones cristianas que abundan en todo oriente, tanto de rito ortodoxo y dentro de la esfera de influencia bizantina como fuera de ella. Hasta el día de hoy persisten los cristianos coptos, maronitas, siriacos, alejandrinos, etíopes, griegos ortodoxos, etc., como herederos de las más antiguas tradiciones cristianas, y los muchos cambios y guerras que han afectado la zona hasta la actualidad no han logrado hacer que estos renieguen de su fe o cambien de ella, pese a las amenazas, prohibiciones e incluso matanzas de las que han sido víctimas.
Más aún, la esfera de influencia cristiana bizantina se extendió en su momento mucho más hacia el oriente, y dejó su influencia marcada hasta la actualidad. Es así como gran parte de los pueblos armenios, georgianos y transcaucasianos, así como diversas comunidades en el medio oriente, articularon mucho de su identidad y de sus producciones culturales en torno al cristianismo ortodoxo, y hasta el día de hoy deben mucho de su cultura y su idioma a dichas tradiciones.
Pero donde más se dejó sentir la influencia cristiana bizantina, y donde más floreció la continuación de sus tradiciones fue en el mundo eslavo, particularmente entre los búlgaros y los rusos. Ya desde los tiempos de Carlomagno, muchos siglos atrás, este había pretendido construir una capital que compitiera en esplendor con Constantinopla, como una Tercera Roma que eclipsara y dejara atrás a las otras dos, la Roma del Tíber y la del Bósforo.
También los búlgaros, convertidos al cristianismo ortodoxo por los bizantinos a mediados del siglo IX, habían desarrollado su propio imperio territorial y una cultura cristiana propia y original que competía por la supremacía en la región con la misma Bizancio. A mediados del siglo XIV, cuando el antiguo esplendor del imperio bizantino decaía, los búlgaros experimentaban una segunda Edad de Oro, y el zar Iván Alejandro reclamaba para su capital, Tarnovo, la antigua herencia imperial de los romanos, como una Segunda Constantinopla, o una Tercera Roma. Sin embargo, tal proyecto no se pudo completar debido a la cruenta conquista de Bulgaria por los otomanos a fines del siglo.
Curiosamente, fue también el epíteto de Nueva Roma el que se le dio al trasvase de la cultura bizantina hacia el mundo ruso luego de la caída de Constantinopla en 1453. Los rusos habían empezado a cristianizarse a partir de las primeras relaciones diplomáticas del Rus de Kiev con el Imperio bizantino a finales del siglo X, que fueron también el origen de la guardia varega que acompañó al emperador desde entonces. Pocos años después de la toma de la capital bizantina por los turcos, ascendió al Principado de Moscú el Gran príncipe de toda Rusia Iván III, quien construyó el Kremlin y mantuvo el reinado más largo de la toda la monarquía rusa. Luego de su matrimonio con Sofía Paleologos, sobrina del último emperador bizantino Constantino XI Paleologos, el Gran príncipe consideró que, tras la caída de Bizancio ante los musulmanes y la expansión del herético (para los cristianos ortodoxos) rito latino romano por toda Europa, solo el espléndido imperio ruso se alzaba ahora como el último verdadero refugio de la religión cristiana, por lo que podía perfectamente nombrarse a Moscú como Segunda Constantinopla, Nueva Roma, heredera de toda la tradición imperial romana y cristiana, faro para toda la cristiandad y la humanidad pagana.
Por último, cabe destacar que incluso para el sultán otomano Mehmet II (quien doblegó finalmente las murallas de Constantinopla en 1453, a base de cañones que mandó a construir expresamente para ello, tras una cuidadosa planeación estratégica), la toma de la ciudad no significó la destrucción de la herencia latina y griega de la misma, sino su rehabilitación y revitalización en el imperio musulmán de los otomanos. Prueba de ello es que Mehmet se autonombrase como César, emperador de los romanos, haciendo de la ciudad la nueva capital de su imperio, con el nombre de Istanbul, Estambul, la realización de una Tercera Roma islámica, luego de la Primera Roma pagana y la Segunda Roma cristiana.