Luego del Concilio de Nicea de 325 d.C., cuyo hito más sobresaliente fue la promulgación de una única profesión de fe, un único credo, para todo el orbe de la cristiandad, quedó de igual manera establecida una relación de mutuo beneficio y legitimación entre el poder temporal del imperio y el poder espiritual de la iglesia, lo que habría de permitir a partir de entonces una difusión masiva del cristianismo e influir en todo su desarrollo posterior. Con todo, las anteriores creencias paganas pervivían aún, y en el año 330, durante la dedicación la ciudad de Bizancio como Nueva Roma, también llamada Constantinopla (Constantinopolis, la ciudad de Constantino), el símbolo de la cruz cristiana fue entronizado sobre el carro solar que representaba la religión oficial imperial.

Incluso, durante el reinado del emperador Juliano (entre el año 361 al 363 d.C.), llamado el apóstata en la historiografía cristiana, este protagonizó un breve intento de restaurar las creencias paganas del antiguo imperio, que fracasó luego de su muerte en guerra contra los persas sasánidas, con lo que finalizó también la dinastía establecida por Constantino menos de medio siglo antes.

Pero el cristianismo continuó su fortalecimiento y fue retomado finalmente por el emperador Teodosio el Grande, quien lo declaró religión oficial del imperio romano mediante la promulgación del Edicto de Tesalónica en 380 d.C., que abolía la antigua y politeísta religión romana para reemplazarla por la nueva visión monoteísta, pero trinitaria, sustentada desde el credo de Nicea y promovida por la iglesia ortodoxa de Roma y Alejandría. Además, el emperador ponía a Bizancio como un centro importante de la religión, segunda en precedencia frente a la sede de San Pedro en Roma. Teodosio murió en 395 y fue el último emperador romano que gobernó sobre un imperio unificado, pues dividió el imperio entre sus dos hijos antes de morir, a partir de lo cual las dos entidades se irían separando progresivamente hasta llegar a conocer resultados bien distintos.

La parte occidental, gobernada desde Roma, quedó en manos de Honorio, el menor de los hijos, quien heredó un gobierno inestable y continuamente asediado por el problema de incorporar las crecientes presiones causadas por las migraciones bárbaras dentro del imperio. Los ejércitos y el territorio de las fronteras pasaron a estar ocupados de manera creciente por contingentes cada vez más grandes de pueblos bárbaros, eslavos y germanos, principalmente. A finales del siglo IV, un gran ejército de godos comandados por el rey Alarico penetró dentro del territorio del imperio. Arcadio, el emperador de Oriente, pactó con ellos para que se asentaran en una zona fronteriza con el imperio occidental, lo que abrió implícitamente las puertas de la ciudad de Roma para los invasores. Las relaciones entre ambas partes del imperio se debilitaron fuertemente después de estas concesiones.

A partir de entonces, los godos de Alarico intentaron avanzar hacia el interior de Italia, hasta que finalmente lograron obligar al emperador Honorio a huir de la capital en el año 410, apoderándose luego de la ciudad. Roma entonces fue saqueada, tras una prolongada campaña de asedios discontinuos. Era la primera vez que la ciudad caía en más de ocho siglos y aunque no tuvo el alto grado de violencia ni destrucción que los comentaristas posteriores cristianos le adjudicaron, sí resultó una herida muy profunda en los imaginarios populares de la época y marcó un inexorable curso de declive para el imperio Occidental. El mundo romano antiguo empezó a tambalearse y muchos previeron el colapso de la civilización como una futura señal del final de los tiempos y la muerte de los antiguos dioses, por lo que se vio aumentada la búsqueda espiritual entre muchas personas de diversos niveles sociales en aquella época.

En el transcurso del mismo siglo, las luchas de poder entre las facciones bárbaras del ejército terminaron por precipitar la caída del imperio romano de Occidente en el año 476, cuando el último emperador romano Rómulo Augústulo (un gobernante de papel) fue depuesto por el jefe hérulo Odoacro, quien se proclamó luego rey de Roma y envió las insignias imperiales a Zenón de Bizancio, como reconocimiento de la soberanía del emperador de Oriente sobre todo el imperio. Con estos hechos se consumaba la fase denominada tardo imperio para Occidente, y Europa entraba entonces en los años oscuros y difíciles de fragmentación e invasiones bárbaras de inicios de la Edad Media.

Finalmente, la movida de Arcadio sobre los godos salvó mientras tanto al imperio romano de Oriente en Bizancio, que se replegó en su territorio y en sus propias áreas de influencia política y cultural para construir a partir de entonces una civilización bizantina y cristiana que llegaría a perdurar durante el siguiente milenio como depósito y continuación de toda la tradición clásica y greco romana del antiguo imperio.