La religión cristiana surge dentro del sistema de creencias monoteístas instituidas previamente por el Judaísmo, de ahí su filiación con el Antiguo Testamento, el conjunto de libros considerados sagrados o providencialmente inspirados por la Divinidad entre el mundo judío, pero basa su doctrina fundamental en el mensaje, las obras y la vida de Jesús de Nazaret, como Mesías y Salvador anunciado y largamente esperado por toda la tradición profética anterior. El mismo Jesús reconoció en sus discursos que su misión no era modificar los aspectos esenciales de la Ley mosaica (la doctrina del Judaísmo), sino actualizarla y dar un nuevo impulso a la decadente moral del pueblo de Israel, corrompido y materializado luego de siglos de convivencia con poderes dominadores extranjeros y sumisión a gobiernos imperiales externos.

Jesús fue reconocido en su tiempo por sus seguidores como el Mesías anunciado, el Ungido de Dios como nuevo rey de Israel, llamado a reunir y revitalizar al pueblo santo de Dios bajo un nuevo gobierno de justicia y paz. De ahí su título de Cristo, que es la adaptación al griego de la palabra semítica Mesías, para identificar a aquel que ha sido elevado a la categoría de rey-sacerdote de su pueblo mediante la unción con los óleos sagrados.

Luego del ministerio de Jesús en la tierra, que incluyó su predicación “a las ovejas perdidas de la Casa de Israel”, así como la realización de numerosos milagros y acciones extraordinarias, algunos de sus discípulos compilaron muchas de sus enseñanzas en los llamados evangelios (palabra griega que significa buena nueva), testimonios de los hechos y enseñanzas de Jesús que en su momento llegaron a ser más de cien, y que fueron depurados después para la fijación de la ortodoxia doctrinal en los cuatro evangelios canónicos que conocemos hoy en día, junto con las distintas epístolas redactadas por las autoridades más reconocidas dentro de la naciente iglesia, durante el transcurso de los dos primeros siglos del Cristianismo. Durante el Concilio de Nicea del año 325 d.C. se fijaron las líneas doctrinales más importantes de la iglesia apostólica, entre ellas la idea de la Trinidad y la de la naturaleza divina de Cristo, consustancial al Padre.

Fue bajo el reinado de Constantino cuando la iglesia realizó una alianza con el poder temporal del emperador, lo que conformó sus primeras nociones acerca de un gobierno de carácter monárquico y universal, que marcarían profundamente los imaginarios del catolicismo romano de los siglos posteriores, al declarar al Papa como cabeza única e indivisible de toda la cristiandad romana. Por otra parte, en la parte oriental del imperio se dieron luego unas condiciones diferentes debido a que los patriarcas de las distintas iglesias se preocuparon por mantener su independencia y autonomía frente al poder secular de los emperadores bizantinos, sobre todo durante las controversias iconoclastas, aunque ello no implicaba necesariamente la pérdida de la alianza entre las dos esferas de poder, que mantuvieron su estrecha colaboración en los siglos siguientes, desde la idea de sinfonía entre el trono imperial y el patriarcado. Sin embargo, a partir del Cisma de las Iglesias de 1054 d.C., se perfilaron entonces las dos líneas principales de creencias dentro del mundo cristiano: mientras que en el occidente católico y romano se conservaba la imagen del Papa como un gobernante autocrático sobre toda la cristiandad, en el oriente ortodoxo cada patriarca mantenía su primacía espiritual sobre sus respectivas iglesias, sin que esto entrara en competencia con la autoridad temporal de los distintos reyes y emperadores que gobernaban en sus tierras. Aunado a esto, algunas divergencias respecto a la doctrina, la ritualidad y la veneración de los santos y las imágenes separan hasta la actualidad a las dos iglesias al punto de hacerse irreconciliables hoy en día.

Con el surgimiento de la Reforma Protestante de 1517 d.C., bajo la guía de Martín Lutero y otros reformadores posteriores, surgieron nuevas líneas de pensamiento cristiano que hacían énfasis sobre todo en la libertad de cada individuo de interpretar las Sagradas Escrituras según su propio entendimiento (libertad de conciencia), independientemente de las restricciones autoritarias emanadas por el poder central de Roma, cuya legitimidad había sido seriamente cuestionada para aquel tiempo. Fueron estos movimientos los que posibilitaron la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas de cada nación europea, lo que posibilitó una mayor difusión del evangelio, ya que hasta el momento este había sido divulgado únicamente en la versión latina aprobada por Roma. Este hecho tuvo repercusiones profundas en la formación de las identidades nacionales de los países europeos, lo que tuvo una marcada influencia en los acontecimientos históricos posteriores.

En los tiempos modernos aparecen constantemente nuevos intentos de interpretación que cuestionan hasta cierto punto las doctrinas establecidas, tanto dentro del catolicismo (en relación a las doctrinas sobre la primacía papal, la ordenación de mujeres, el celibato, la posición de la iglesia frente a temas como la homosexualidad, la anticoncepción, la interrupción voluntaria del embarazo, la eutanasia, la economía eclesial, el gobierno democrático, etc.) como en las distintas denominaciones evangélicas y protestantes que surgen cada tanto en cabeza de nuevos “profetas” y predicadores carismáticos. Paralelo a este fenómeno, y sobre todo a partir de los intentos de acercamiento entre las iglesias iniciado a mediados del siglo XX por Papas como Juan XXIII, Pablo VI y sus sucesores, se realiza una intensa búsqueda por el ecumenismo y el diálogo entre las distintas iglesias, en la idea de volver a reunirlas doctrinalmente, con resultados inciertos hasta el momento dada la amplia variedad y diversidad de denominaciones cristianas existentes actualmente.