El siglo XI significó en occidente un tiempo coyuntural, cuando la cristiandad europea esperaba el retorno del Salvador para efectuar su juicio universal sobre toda la humanidad y en el que, al no verse cumplidos los peores temores luego del paso del fatídico año mil, persistió luego el pesimismo milenarista y apocalíptico a pesar de que todo el continente empezaba un lento proceso de recuperación que lo llevaría luego a los siglos de la plena Edad Media, con sus imaginarios particulares, con los que esta queda identificada de manera general. En efecto, poco antes del fin del milenio cesaron las invasiones bárbaras que habían azotado el mundo cristiano tras el colapso de la dinastía Carolingia, una vez que tanto normandos (vikingos) como magiares (húngaros) habían sido evangelizados y empezaban a convertirse en masa, integrándose de este modo dentro de la órbita de la cristiandad latina.
En 962 d.C., Otón I el Grande, rey de la Francia oriental (territorios actualmente alemanes) fue coronado emperador de los romanos (título que le fuera dado en su momento a Carlomagno), como resultado de una alianza entre el poder temporal de los grandes duques del centro de Europa con el poder espiritual de la alta jerarquía eclesiástica y del papado romano, en defensa de la cristiandad, convirtiéndose así en el primer representante del así denominado Sacro Imperio Romano Germánico. Este llegó a constituir una de las entidades más estables de todo el medioevo, con la vocación de restaurar el imperio cristiano de Carlomagno y una fuerte influencia posterior en los devenires políticos y religiosos de todos los otros reinos cristianos del continente, logrando aglutinar en su momento de mayor poderío casi todos los territorios de Europa central y del sur.
Sin embargo, la hegemonía religiosa de la cristiandad estaba lejos de ser una realidad para ese momento. A pesar de los intentos de centralización llevados a luego de la reforma de poderosas ordenes monásticas (como las de Cluny y el Císter), a finales del milenio, las cuales tuvieron como efecto el fortalecimiento de la iglesia en buena parte del continente europeo (merced a su vinculación con las estructuras feudales y las dinastías monárquicas y a un elevado nivel de riqueza representado en tierras y derechos de diezmo), y al margen de las diversas herejías que persistían en reaparecer cada tanto como malas hierbas en el territorio de la cristiandad, las tensiones políticas e ideológicas entre la Europa latina y el imperio bizantino fueron ganando en intensidad, motivadas principalmente por el aumento del poder papal en Roma, hasta que en el año 1054 d.C. se consumó el cisma o disgregación entre las dos iglesias, católica latina y ortodoxa griega, separando de este modo las prácticas litúrgicas y las jurisdicciones eclesiásticas de estas dos entidades que pretendían a su vez una autoridad universal sobre el mundo cristiano.
Pero la violencia y la barbarie no estaban llamados a finalizar a pesar de todo: en 1095 d.C. el emperador bizantino Alejo Comneno, a pesar de que ya se había dado la separación de las dos iglesias, solicitó ayuda a los cristianos occidentales para hacerse con un ejército mercenario que le ayudara a hacer frente al poder emergente de los turcos del Selyuk, musulmanes que hacía poco se habían apoderado del Asia menor, arrebatando a los bizantinos sus dominios asiáticos, entre ellos los territorios santos de Palestina. El papa romano Urbano II convocó entonces un concilio en Clermont-Ferrand, desde donde se promulgó una guerra santa contra los infieles que habían mancillado los lugares santos y maltrataban a los peregrinos que iban camino a Jerusalén. Este fue el origen de la primera Cruzada, cuando los señores del Sacro Imperio Romano Germánico y del reino Franco, estabilizados en sus territorios pero imposibilitados de luchar entre sí debido a una tregua santa promulgada por el mismo papa, se organizaron para ir a la guerra contra los musulmanes en oriente.
La historia de esta cruzada está plagada de horrores cometidos por los cristianos, y se cuenta como el primer episodio de persecución y de asesinatos en masa contra las comunidades judías en Europa, considerados igualmente infieles, “asesinos de Cristo” y blancos mucho más cercanos que los distantes turcos musulmanes. Valga decir que incluso entre los reinos cristianos de oriente se presentaron episodios de violencia y matanzas por parte de los cruzados occidentales, en su camino hacia el Asia, y que las crónicas de la época relatan cómo, en el asalto de Antioquía y de la misma Jerusalén, los sitiados fueron luego asesinados todos indiscriminadamente, incluyendo niños, mujeres y ancianos, llenando las calles de sangre hasta la altura de los tobillos.
A esta primera cruzada seguirían varias más, a lo largo de los dos siglos siguientes, casi todas infructuosas en mayor medida, pero que quedaron en el origen de las más profundas desavenencias y desconfianzas que aún persisten entre el mundo musulmán y el cristiano hasta la actualidad, a causa del recuerdo de los desmanes y matanzas arbitrarias que los cruzados europeos cometieron en oriente en la supuesta defensa de su religión.