Es una falacia que consiste en deformar lo sostenido por la otra parte para proyectar una sombra de duda que haga más fácil atacar o rebatir sus tesis. La expresión proviene del imaginario boxístico que expone la idea de que resulta más sencillo enfrentarse y derribar a un espantapájaros que luchar de verdad con una persona dispuesta a dar la lucha. Así, cuando se sostiene una discusión con otra persona, se alteran sus tesis de la manera más conveniente, por lo general magnificando sus aspectos más impopulares o indeseables, para eludir de esta manera las razones argumentativas y centrarse en un ataque a sus posturas deformadas. En este sentido, puede confundirse con un argumento ad hominem, con la diferencia de que este se centra más en determinadas características relatadas a la persona en sí (su aspecto personal, su religión, su filiación política, su historia personal, etc.) mientras que el argumento del muñeco de paja redefine lo dicho o pensado por la otra persona para dar la apariencia de que ha pronunciado un discurso distinto que resulta más susceptible a los ataques.
Es un recurso que resulta ampliamente recurrido en los debates políticos, donde siempre es posible ver a alguna de las partes tratando de exponer o explicar las posturas de su adversario, en la medida en que al hacer esto se juega con la posibilidad de deformar o simplificar las tesis contrarias. La razón para esto es que hacer aparecer las respectivas posturas en un sencillo blanco y negro, bueno y malo, permite que la elección por parte de los votantes resulta más sencilla: “Nosotros apostamos por el futuro, mientras que los del partido contrario ofrecen una vuelta al pasado”; “Votar por el partido X es apuntarse a elegir una dictadura antidemocrática”.
En general, lo que se ataca no son los hechos, que resultan evidentes y menos susceptibles de ser alterados, sino las opiniones y las posturas, que siempre aparecen más pasables de interpretación tendenciosa o incluso de invención descarada, con el propósito de promover una imagen falsa de las posiciones del adversario: ante las discusiones sobre el derecho a la eutanasia o a la interrupción voluntaria del embrazo por parte de las mujeres, por ejemplo, se acusa a sus defensores de querer atentar contra el sagrado derecho a la vida y de promover abiertamente una cultura de la muerte.
Usualmente, las alteraciones del discurso del oponente tienen que ver con estrategias de omisión, adición o simple deformación. Se recurre a descontextualizar lo afirmado por el otro, atribuirle a sus palabras significaciones o intenciones ocultas distintas a lo expresado, o construir exageraciones alejadas de la verdad, radicalizando o haciendo generalizaciones indebidas para impresionar a los oyentes y captar de este modo su aquiescencia. Una vez logrado esto, el orador habrá cumplido con la parte más importante de su cometido y dejará al crédulo auditorio que se haga cargo de completar las partes faltantes.
Sin embargo, otra posibilidad de uso consiste en atribuir al adversario en una disputa argumental afirmaciones que no guardan ninguna relación con lo que aquel ha expresado o pudiera afirmar, caricaturizando sus posturas para invalidarlas. En política, por ejemplo, resulta un lugar común que los exponentes de la ultra derecha pretendan atacar los discursos sostenidos por los candidatos de centro izquierda o los de los socialistas, usualmente trayendo a cuento los fantasmas de las expropiaciones, la restricción de las libertades colectivas y privadas y la corrupción asociada al crecimiento desbordado de una burocracia ávida y rapaz. En otros campos, las pretensiones de algunos sectores sociales de que se discuta algún tipo de regulación pública sobre los contenidos que circulan en los medios de comunicación chocan casi que invariablemente con acusaciones de censura y de atentados a la libertad de prensa y de expresión, si no es que se llega directamente a la adjudicación de posiciones antidemocráticas o simpatías fascistas. Con esto se logra eficazmente asustar a la opinión pública y acallar así cualquier intento de discrepancia.
Resulta muy común en este tipo de argumentaciones falaces el rechazo de aquello que nunca se ha formulado: “No estoy dispuesto a aceptar que se privaticen completamente las universidades públicas”; “Debemos unirnos todos para defender la amenaza que pende sobre nuestras instituciones democráticas y nuestras libertades personales”; “No se puede permitir que se pretenda de esta forma amordazar la libertad de prensa”. Posiblemente nadie haya sostenido este tipo de incongruencias, pero basta con traerlas a colación para lograr de manera unánime el rechazo por parte del público. Ante este tipo de manipulaciones pretensiosas lo mejor que puede hacerse es contrastarlas con lo que ha sido verdaderamente afirmado para demostrar que se pretende hacer un ataque sobre una tesis inexistente. Sin embargo, en caso de que no sea posible recuperar las afirmaciones originales, siempre se podrá exigir a la parte acusadora que aporte pruebas claras como sustento de sus argumentos.