Desde comienzos de la Edad Media, y de hecho ya desde un poco antes, los poderes seculares imperantes habían intentado hacer de la organización eclesial de la comunidad cristiana un instrumento para lograr sus aspiraciones de control, unificación y dominio sobre la sociedad y los hombres de su época. Ya había sucedido así con Constantino el Grande desde la promulgación del Edicto de Milán en 313, el cual supuestamente aseguraba la libertad religiosa, pero de hecho ponía a la religión cristiana al lado de la religión romana tradicional, por sobre muchas otras prácticas y creencias comunes en su época. Constantino renunció a la política de persecuciones alentada por sus anteriores predecesores, concluyendo quizás que lo más inteligente políticamente era validar su propio estatus como emperador al lado de un estamento religioso jerarquizado y fuerte, mediante la concesión de privilegios al mismo y su propia rehabilitación como defensor de la Iglesia y sus devotos, con lo cual su mando aparecía como “refrendado por Dios”. Aunque los cristianos no consiguieron ser declarados como la única religión del imperio, y tuvieron que coexistir durante aquella época con diversas formas de paganismo, con todo, la Iglesia del siglo IV recibió un fuerte impulso y reconocimiento a partir del reinado de Constantino.

El siguiente paso vendría de la mano de Teodosio, quien promulgó el Edicto de Tesalónica en 380, mediante el cual suprimía cualquier otra forma de culto y hacía del cristianismo la única religión oficial del imperio, declarando herejes y locos a todos aquellos que no se subordinaran al Edicto. Pero con este nuevo estatus surgía a la vez un nuevo problema para la nueva religión oficial, y era la cuestión de su sujeción a la autoridad del soberano, una polémica que alimentó las más diversas discusiones y posturas a todo lo largo de la Edad Media. A partir de entonces, los soberanos romanos (bizantinos, principalmente) se sintieron casi siempre con la potestad de intervenir en los asuntos de la Iglesia y de aparecer ellos mismos, muchas veces, como cabezas de toda la cristiandad, lo cual no dejaría de generar sus roces con el resto del mundo cristiano, con los distintos patriarcados y, especialmente, con el trono episcopal de Roma, la sede del Solio de San Pedro.

Esta situación cambió finalmente en Occidente en la navidad del año 800, durante la coronación de Carlomagno como imperator romanorum por parte del papa León III, quien se invistió a sí mismo e invistió de este modo al papado con el poder para nombrar y ungir emperadores y reyes, estableciendo así un precedente que habría de tener hondas repercusiones en los siglos por venir, y que estaría en la base de las relaciones Iglesia-Estado hasta los tiempos de la Revolución Francesa, casi mil años después.

Con el ascenso de los Carolingios, la Iglesia vio consolidado su ministerio dentro del reino, dado que al ser los monjes y los doctores episcopales los más capacitados para leer y los más formados en leyes, Carlomagno los incorporó como parte fundamental de su burocracia, dejándolos encargados de los puestos más importantes en el manejo imperial, así como a cargo de elaborar los planes de estudio dentro de su reino. A partir de entonces, la Iglesia conoció sus momentos de mayor auge, debido en gran parte a la labor de evangelización y cristianización del mundo germano europeo emprendida por Carlomagno.

Tras el fin del periodo Carolingio, la Iglesia, ya firmemente establecida como cabeza de una comunidad homogénea de creyentes, continuó en su tarea de ser única guía y dirección para el mundo cristiano, mientras en el proceso se iba haciendo cada vez más institucionalizada e iba ganando cada vez más poder terrenal de la mano de emperadores, reyes y potentados de su tiempo.

Con el cambio de milenio, con un Sacro Imperio Romano firmemente establecido en la dinastía de los gobernantes otónidas alemanes y un cuerpo eclesiástico fuerte actuando como árbitro de grandes reyes y señores, así como rigiendo todos los aspectos de la vida de la comunidad, el continente europeo entró en un periodo de recuperación y redefinición del cual saldría fortalecido, con el paso de los siglos y el final de la Edad Media

, hacia los nuevos tiempos de la Modernidad. Se vivió un acentuado crecimiento demográfico y la economía experimentó una notoria recuperación gracias en buena medida al impulso dado por las Cruzadas.

Fue durante este periodo que se iniciaron los primeros cuestionamientos, dentro del mismo estamento eclesiástico, hacia una Iglesia que se había vuelto demasiado poderosa y rica, demasiado mundanal, preocupada muchas veces más por mantener su control y sus prerrogativas que por cuidar verdaderamente de la “cura de las almas”. También, como reacción a esto, empiezan con fuerza en este tiempo las proscripciones y persecuciones de “herejes” y heterodoxos.

Esta situación alcanzó un punto máximo de tensión con la aparición de las llamadas órdenes mendicantes, como los franciscanos, que recordaron los ideales de pobreza y pureza propios del mensaje cristiano original, cuestionando abiertamente las prebendas eclesiásticas y su afán por el dinero, pero manteniéndose firmes en el evangelio, por lo que debieron ser finalmente aceptadas y reconocidas por el papado, logrando así un retorno a los ideales y prácticas del cristianismo primitivo.

Sin embargo, no por esto la Iglesia renunció a sus poderes y a sus opulencias mundanales, y en los últimos siglos del Medioevo continuó acumulando riquezas e interviniendo activamente en la política y las guerras de los poderosos reyes y señores, al cuidado únicamente de sus propios intereses y en desmedro del bienestar de sus miembros más pobres, los más numerosos. Esta situación se vio particularmente agudizada luego de los grandes episodios de Peste Negra que azotaron a Europa durante el siglo XIV, que revivieron los temores apocalípticos y supersticiosos en el común de las personas, lo cual no dejó de ser convenientemente canalizado por la institución eclesial en beneficio propio y de sus protegidos y asociados. Hacia el siglo XV, la Iglesia había entrado en tal estado de decadencia y corrupción que llegó al extremo de elaborar una “tarifa de pecados”, para que todo aquel que lo deseara y tuviera los medios pudiera pagar por su salvación en el otro mundo mientras continuaba su camino pecaminoso en este, seguro de que la compra de indulgencias le aseguraría un lugar en el cielo.

Fue este tipo de corrupción y afán desmedido de lucro lo que llevó a personajes como Martín Lutero a sentar su proclama de protesta y buscar de este modo la separación de un cuerpo eclesiástico que había perdido su rumbo y ya no cumplía a cabalidad su tarea de guiar a las almas, sentando así las bases de lo que sería luego la Reforma Protestante. Con el tiempo, estas ideas evolucionarían hacia el concepto de la separación de poderes y hacia una mayor laicización del Estado, con lo que la Iglesia, si bien continuó siendo cabeza y faro de toda la cristiandad (católica, al menos), fue perdiendo así su hegemonía absoluta y su autoritarismo político totalitario de los tiempos medievales para pasar a ser la institución más o menos moderna e insertada dentro de la sociedad que conocemos hoy en día.