El último periodo de la Revelación coránica, en la ciudad de Medina, dio fundamento y ordenamiento jurídico a las formas de convivencia de la comunidad islámica, y a la posición de la misma frente a situaciones tan vitales como la defensa, o la guerra de agresión contra enemigos declarados. Pues, para ese momento, los quraishíes de La Meca profesaban una guerra abierta contra los musulmanes de Medina, además de que la joven comunidad debía hacer frente por igual a las amenazas de conspiración, tanto de algunas comunidades judías que habitaban dentro de la ciudad (celosas del papel profético desempeñado este Muhammad (s.a.s.) no judío que reclamada ser el Enviado de Allah), así como de algunos de los principales dignatarios medineses, el llamado grupo de los hipócritas, que habían visto perdidos sus privilegios de casta ante la llegada del Profeta y la islamización masiva de la ciudad.
Durante este periodo se sucedieron varios episodios de confrontación con los idólatras de La Meca, que buscaban aliarse con otros grupos hostiles a Muhammad (s.a.s.), a fin de desestabilizar el gobierno islámico de la ciudad, temerosos del contrapeso que podía hacerles Medina, ubicada en el camino que controlaba la importante ruta de comercio hacia Siria. De hecho, sucedió que caravanas mecanas fueron asaltadas en los alrededores medineses, en respuesta al bloqueo y a la confiscación de bienes por parte de La Meca para con los emigrados, lo que agudizó la tensión entre las dos ciudades, que en estado de guerra declarada terminaron confrontándose seriamente en al menos tres batallas de las que se tenga constancia, con resultados diversos: Badr (624 d.C.; 2 AH: año 2 después de la Hégira), o la batalla de los pozos, que terminó en una victoria del lado medinés; la batalla de Uhud (625 d.C.; 3 AH), la cual significó más bien un revés para los musulmanes, pues hasta el mismo Profeta fue herido, y donde destacaron algunas mujeres en la refriega; y la batalla de Jandaq (627 d.C.; 5 AH), o del foso, donde los ejércitos no llegaron prácticamente a enfrentarse, debido a un foso que los separaba, protegiendo la ciudad, por lo que el evento se prolongó en un asedio que terminó por agotar a los sitiadores, pues no se habían preparado para dicha eventualidad, y tuvieron finalmente que regresar a La Meca.
A partir de allí, el mismo Profeta aseguró que esa sería la última agresión de los mecanos, y que había llegado el momento para los musulmanes de entrar en acción. Ciertamente, el prestigio de los quraishíes de La Meca había quedado seriamente dañado tras los últimos reveses, y sus rutas caravaneras habían quedado parcialmente cortadas, por lo que el desgaste empezaba a pesar sobre ellos, y la carestía, incluso el hambre, parecían amenazar a la ciudad. Quizá por esas razones, cuando Muhammad (s.a.s.) comenzó sus gestiones diplomáticas a fin de encontrar una tregua con los mecanos, estos se mostraron mejor dispuestos, aunque por principio mantenían las hostilidades. En 628 d.C. (6 AH), Muhammad (s.a.s.) encabezó una delegación de mil cuatrocientas personas con las que se acercó a La Meca, aunque no le fue permitido entrar en ella. Tras una serie de negociaciones, se estableció un pacto de no agresión entre mecanos y medineses, y sus respectivos aliados, por los siguientes diez años.
Pero dos años más tarde, el pacto fue denunciado por los aliados de los medineses, que reclamaron satisfacción ante una ruptura de la tregua. Muhammad (s.a.s.) puso un ultimátum a La Meca, y luego se dirigió hacia la misma a la cabeza de un ejército que se fue acrecentando en el camino con los aportes de otras tribus aliadas, hasta alcanzar la imponente cifra de diez mil musulmanes, lo que da una buena idea de la vertiginosa expansión del Islam para aquellos momentos. En la ciudad de La Meca reinó la confusión, pero los musulmanes entraron en la misma prácticamente sin derramamiento de sangre, proclamando que todos aquellos que depusieran sus armas, o se refugiaran dentro de sus hogares o dentro de la Mezquita Sagrada (la Caaba) serían respetados.
Luego de la rendición incruenta de la ciudad, el Profeta se dirigió hacia la Caaba y, tras limpiarla y romper todos los ídolos que allí se hallaban, dirigió la oración del viernes para su comunidad de musulmanes. Bilal, un negro etíope que antes había sido esclavizado, y luego de haberse islamizado había sido liberado, se subió sobre el techo de la Caaba e hizo el llamado a la oración, para que todos los fieles acudieran pues, a diferencia de los judíos, que hacían la llamada a la oración por medio de un cuerno, o de los cristianos, que lo hacen con campanas, los musulmanes confiaron a la voz humana dicho llamado, con lo que Bilal se convirtió así en el primer designado para hacerlo, el primer muecín. Esto sucedió un viernes 20 de Ramadán, en el año octavo de la Hégira (630 d.C.).
Tras la celebración de los oficios, Muhammad (s.a.s.) se volvió a sus compatriotas mecanos, antiguos enemigos, y proclamó una amnistía general: ni una sola casa fue saqueada, ninguna persona molestada. Pocas conquistas como estas se recuerdan a lo largo de toda la historia. Sin dejar siquiera una guarnición de soldados para custodiarla, el Profeta regresó con los suyos hacia Medina algunas semanas después, a sabiendas de que había ganado la ciudad para el Islam, convirtiéndola en uno de sus pilares más sólidos hasta el día de hoy. Dos meses después, los musulmanes pudieron retornar para realizar, por fin libres de toda amenaza, el rito de la peregrinación, el Hajj, último de los pilares de la religiosidad musulmana.