En la zona de Laetoli, Tanzania, África sudoriental, en una región que, merecidamente, se reputa por ser la verdadera cuna de la Humanidad original, el amplio sistema de fallas del Rift, que rasga poco a poco al continente desde el sur hasta el norte, se encontró hace unas cuantas décadas un rastro de huellas de pies, unas cuantas decenas de huellas, con un perfil netamente humano (un poco pequeñas quizá…), fosilizadas en una capa homogénea de arena volcánica, y que, mediante la aplicación de relativamente precisos métodos de datación radiactiva, fue fechada con una antigüedad aproximada de 3.5 millones de años, más o menos. Incluso, el rastro pareciera contar una especie de quizá enternecedora historia, pues, al lado de un rastro de huellas “adultas” aparece otro conjunto de huellas, más pequeñas, y paralelas al primer conjunto, como si un adulto (un padre o una madre) caminara plácidamente con su pequeño hijo al lado, con la mano sobre su hombro, atrayéndolo hacia sí.
El rastro de huellas es objeto de estudio por parte de especialistas del más alto prestigio, entre los que se cuentan, como no, genetistas evolucionistas y anatomistas médicos y forenses, con un preciso conocimiento de la morfología humana. No hay duda: son las huellas, presumiblemente humanas, de seres que caminan completamente erguidos sobre sus dos pies, y que en ningún momento apoyan las manos en el suelo, como cabría esperarse quizá de individuos que evolucionan a partir de ancestros de locomoción similar a la del chimpancé, que se desplaza principalmente “a cuatro patas”, y solo de manera muy ocasional, y por pocos instantes, llega a caminar erguido en dos pies. ¿Cuán antigua es, pues, la especie humana? Las respuestas a esa pregunta están aún abiertas…
A lo anterior se suman además las dificultades inherentes a los procesos de datación, principalmente los que se basan en la desintegración radiactiva de los cuerpos, como el conocido método del Carbono 14, basado en la desintegración estable de una forma de Carbono radiactivo que se acumula de manera normal en los tejidos corporales (principalmente en los más duros y resistentes, los huesos y los dientes), y que empieza su proceso, como un pequeño reloj atómico, una vez el cuerpo biológico muere, con lo cual se puede, al menos teóricamente, establecer una curva de datación relativamente precisa y fiable. Y aunque sus resultados pueden ser (al menos en principio, desde sus fundamentaciones teóricas) de una certeza más que satisfactoria, también no es menos cierto que, para que dicha certeza pueda conseguirse plenamente, de la manera más óptima, se requiere igualmente del cumplimiento de un sinnúmero de condiciones, particularmente especiales, que permitan que dichos procesos se desarrollen con un ritmo específico, sin interferencias ni contaminaciones desde fuera. Y aunque, curiosa y felizmente, muchas veces tales condiciones tan complejas se llegan a tener efectivamente, como sucede, por ejemplo, en el interior de muchas grutas y cavernas, lo cual permite dataciones muy precisas, también es cierto que eventos con cierta probabilidad de suceder, como incendios, movimientos de tierra, inundaciones, exposición directa a fuertes radiaciones, etc., pueden alterar de manera drástica la fiabilidad de las fechas obtenidas para algunas muestras “contaminadas”.
Resulta un hecho notable el que factores como los asociados a la radiación cósmica de alto poder energético (por lo tanto, “contaminante”, como ya se ha dicho), a la que de alguna manera estamos constantemente expuestos, aunque atenuada por mecanismos de defensa generados por la misma Tierra, y que resultan importantes para dinamizar (al menos teóricamente según el neodarwinismo) los procesos de mutación y cambio evolutivo, también puedan afectar de formas insospechadas a veces las huellas dejadas por esas mismas especies.
Otra cuestión fundamental, íntimamente asociada a la anterior, y que surge desde la evidencia fósil, apunta a la concepción misma de la idea que tenemos de “los hombres”, de la Humanidad: ¿qué significa realmente ese concepto, en términos temporales, es decir, desde cuándo los hombres son hombres, se reconocen prácticas que hasta ahora nos son más comunes: el enterramiento o cremación de los muertos, los primeros cultos a lo desconocido, la vida en comunidad, los vestidos, los adornos corporales,…? Y aquí surgen cuestiones como que, en un periodo asociado al “rango corto” mencionado más arriba (es decir, quizá entre ochenta mil y cincuenta mil años atrás, años más, años menos…), existe evidencia de que dos humanidades, dos ramas evolutivas ligeramente diferentes, Neanderthal y Cro-Magnon (se pronuncia “cromañón”), se encontraron hace quizá unos treinta mil años, en un proceso que aún no resulta del todo claro (quizá fue mediado por la guerra y la agresión, quizá fuera amistoso y de fusión, quizá ambas opciones, y otras más, pudieran haberse presentado), pero lo cierto es que, al final de este extraño proceso de encuentro, los Cro-Magnon surgen como línea única y dominante, en una fase en la que ha sido llamado homo sapiens, el hombre pensante, hábil y flexiblemente adaptativo, nuestro antepasado más directo y con el que más nos reconocemos.