Frente a las múltiples cuestiones y los desafíos metodológicos que deben enfrentar los científicos prehistoriadores a la hora de alcanzar y dar coherencia a un conocimiento científico propiamente dicho, un último aspecto queda por tener en cuenta, que no por ello deja de tener relevancia a la hora de considerar la calidad de estas construcciones dentro del campo científico, pues resulta igualmente importante tenerlo en mente, no como un argumento para de alguna forma invalidar de base el conocimiento que se pretende construir, sino como un aviso acerca de condiciones que es preferible evitar. Pues, en últimas, quienes colaboran en esta construcción de conocimiento científico no dejan por ello de ser hombres (y mujeres), seres humanos en nada diferentes en algunos aspectos básicos respecto al común del resto de la humanidad, y esto se llega a translucir, en lo que a nuestro tema concierne, en que dentro de este tipo de empresas no queda excluida la competencia feroz por alcanzar primero los éxitos, ni los egos personales y el afán de protagonismo y renombre, lo cual puede desembocar algunas veces en consecuencias desastrosas.

A principios del siglo XX, dos “científicos” presentaron a consideración de la comunidad académica unos restos, en concreto un cráneo, una mandíbula y un diente, pretendidamente antiguos, y sobre los que se apoyaba la tesis de que se había finalmente encontrado una prueba fehaciente de la existencia de llamado “eslabón perdido” (una denominación no carente de gracia), la criatura a medio camino entre el simio (más precisamente debiéramos de decir, el chimpancé, que, al menos en lo que a acervo genético se refiere, resulta verdaderamente nuestro más cercano “pariente”) y el humano, a medio camino entre el caminar cuadrumano y el bipedismo.

La idea era demasiado sugerente, demasiado tentadora, demasiado buena para no reconocerla, y la comunidad académica aceptó, con un respaldo cada vez más creciente, en la medida en que llenaba un importante (clave en verdad) vacío en los hallazgos que permitiera validar plenamente la teoría, a aquel que luego sería reconocido infaustamente como “el hombre de Piltdown”, una criatura de cráneo humano, pero de mandíbula simiesca. El fraude se mantuvo durante cuarenta años, y se escribieron amplios y extensos estudios sobre el hallazgo y sus implicaciones profundas para la ciencia. Pero el engaño fue luego sacado a la luz cuando se descubrió que uno de sus perpetradores había “lijado” los huesos (para que encajaran más apropiadamente entre sí, lo que revela lo burdo del montaje) y los había teñido para que revelaran una edad mucho más antigua de la que realmente tenían. La comunidad científica repudió (¡obviamente!) de manera unánime el caso, una vez que el fraude se hizo patente e irrefutable, pero quizá no se ha hayan considerado con la debida seriedad los graves daños que este tipo de manipulaciones llegan a causar para la verdadera ciencia, cuando tantos científicos se han adherido durante tanto tiempo a algo que no es más que un burdo error, solamente por la conveniencia que dicho error representa para el constructo mismo de la “ciencia”.

Sin embargo, no es necesario llegar tan lejos como al engaño y la falsificación, para encontrar dentro del quehacer científico casos en los que lo más que reluce son los egos y las ambiciones personales, y que, si bien no resultan tan desastrosos para la ciencia como el anterior, al menos sí encuentran como mínimo la censura mutua de las partes que en ellos intervienen. Un ejemplo: la garganta de Olduvai

, un territorio de tamaño considerable en Tanzania, África, constituye todo un yacimiento prehistórico donde se han hallado restos fósiles, humanos y animales, de aquello que se pudiera afirmar, quizá con toda certeza, constituye la verdadera “cuna” de los hombres, los primeros restos de una naciente Humanidad.

Pero un territorio tan precioso, arqueológicamente hablando, se encuentra hasta tiempos recientes en su mayor parte sometido al control de un único grupo de científicos, cerrados a cualquier otra cooperación, y que niegan tajantemente la posibilidad de ingreso de otros investigadores dentro de su círculo. La familia Leakey preside y dirige esta “empresa científica”, apoyándose en su fama y su renombre, y se han apropiado de diversos yacimientos en la zona, donde ejercen dominio real y soberano. ¿Quién puede culparlos? Solo desean poner su nombre a los más importantes descubrimientos que se lleguen a realizar en la zona, acrecentar su fama y el nombre de los suyos. Por supuesto, dado que ya por estos aspectos han logrado un amplio reconocimiento por parte de la comunidad científica internacional, resulta casi siempre que todo descubrimiento que hagan los Leakey en sus yacimientos resulta de una importancia fundamental para el avance de la ciencia y la construcción de conocimiento científico en el campo que nos ocupa. Como ya fue preguntado: ¿quién puede culparlos?

Pero, dejando atrás estas anécdotas no del todo agradables, volvamos para establecer que, aunque afronta diversos problemas y retos, la ciencia arqueológica de la Prehistoria, el ejercicio de intentar hallar e interpretar correctamente los rastros de nuestros orígenes más primarios, y de nuestra evolución propia a partir de allí, encuentra también maneras apropiadas de afrontar tales problemas y desafíos, y para ello se vuelve constantemente sobre las denominadas “ciencias auxiliares” que, como ya fue dicho en el apartado sobre la Historia, no por ser “auxiliares” significa que no sean ciencias de pleno derecho, con sus objetos de estudio y sus metodologías plenamente definidas, sino que lo son porque prestan su auxilio a la Prehistoria (y a la Historia) a la hora de construir el conocimiento científico. Con ellas, el desafío de encontrar y entender nuestros orígenes más fundamentales, y construir la historia que se teje a partir de allí, afronta las cuestiones ya expuestas, y muchas otras más, y, en la medida en que nos ayudan a comprender dicha historia en sus sentidos más profundo, no dejan de mantener hasta el momento su importancia y actualidad.