Luego del turbulento periodo de anarquía que siguió a la caída de la dinastía Heracliana terminó por ascender finalmente como emperador en 717 el gobernador militar del thema de Anatolia, León III el Sirio, mostrándose desde entonces como un gobernante enérgico que reorganizó el imperio, reduciendo el tamaño de sus unidades administrativas y militares, haciéndolas más eficientes a nivel económico y militar, y promoviendo la adopción de nuevas medidas civiles y fiscales para regir la vida y las relaciones de sus súbditos, las cuales fueron recogidas al final de su reinado en la forma de un nuevo código legal, redactado en griego y conocido como las Eklogas.
León se distinguió también por haber combatido vigorosamente contra los árabes, rechazando definitivamente un intento de invasión de la capital llevado a cabo por estos y restringiendo luego la guerra a sus dominios asiáticos, lo cual resultó de vital importancia para la estabilización del imperio.
Las impresionantes victorias alcanzadas por los musulmanes en el norte de África y durante la invasión de España a principios del siglo VIII habían llenado de confianza al califato de los Omeyas, los cuales soñaban con conquistar los reinos cristianos de Europa rápida y contundentemente, de modo similar a como lo habían hecho durante el siglo pasado con el imperio persa de los Sasánidas. Así, el califa Suleimán decidió en 717 llevar a cabo una campaña de sometimiento de la capital bizantina, con la esperanza de tomar fácilmente el resto del imperio luego de que esta cayera. Para ello movió un gran ejército, tanto por tierra como por mar, y se presentó en el mes de agosto de ese año ante los muros de Constantinopla. León, recién ascendido entonces, organizó la defensa con decisión, amparado en la protección de la impenetrable muralla triple que rodeaba la ciudad tanto como en el uso del llamado fuego griego, una devastadora arma incendiaria cuyo secreto era celosamente guardado por los bizantinos y que sembró el terror y la desesperanza entre los invasores, los cuales no estaban en condiciones de hacer frente a tan terrorífica arma. La marina bizantina, el pilar de la defensa del imperio, resultó igualmente vital a la hora de combatir a los árabes por mar. Además, pese a los riesgos, el emperador León concertó un tratado de no agresión con los búlgaros, enemigos de su imperio, a quienes convenció de que la tiranía islámica sobre ellos sería aun peor, por lo cual estos se dedicaron a hostigar a los invasores, que tuvieron que luchar a partir de entonces en dos frentes.
Finalmente, el ejército musulmán, desmoralizado y abatido, levantó el asedio al cabo de un año después de haberlo iniciado, convencidos quizá de que alguna fuerza divina protegía la ciudad, y en su retirada fueron duramente perseguidos por los bizantinos, además de que una tormenta terminó por destruir la flota árabe, luego de todo lo cual se vio definitivamente frustrado el proyecto Omeya de conquistar Europa, por más de que la guerra continuó en tierras asiáticas casi hasta el final del reinado de León. Así, la Europa cristiana se vio entonces salvada de la amenaza islámica, de manera similar a como sucedió en Francia unos pocos años después, cuando Carlos Martel derrotó a los árabes en la batalla de Poitiers, relegándolos desde entonces a la península Ibérica, al sur de los Pirineos.
Con su victoria, el emperador León consolidó plenamente su mandato en torno a la fe ortodoxa: a partir de entonces, los bizantinos se afirmaron en un carácter totalmente particular, ya no como los depositarios y continuadores de la antigua tradición romana y latina del mundo antiguo, sino como un imperio griego y cristiano de derecho propio, apostado entre Asia y Europa.
Durante el gobierno de León se avanzó también en muchos otros aspectos, que posibilitaron el renacimiento y fortalecimiento de un gobierno que parecía decaer durante los años previos, agobiado por múltiples luchas internas y externas, la pérdida de importantes y ricas provincias y las disputas territoriales y doctrinales con las otras potencias de la época. León revitalizó el dinamismo y la organización de su reino, saneó la economía imperial, tomó parte activa en las controversias religiosas de su época y en la ratificación de la primacía bizantina frente al papado romano, redactó códigos legales en griego para el beneficio de sus súbditos y en general se distinguió por ser un gobernante determinado y fuerte, que logró concretar casi todo aquello que se propuso, y cuya obra resultó decisiva en la supervivencia del imperio. Lamentablemente, debido a las querellas iconoclastas iniciadas por él, que contribuyeron en gran medida a la separación de las iglesias orientales de la autoridad del papado romano, su recuerdo fue relegado posteriormente a un segundo plano luego del triunfo de sus oponentes, que se dedicaron a partir de entonces a borrar la memoria de aquel importante periodo.