La dinastía Heracliana que gobernó en Bizancio durante casi todo el siglo VII llegó a su fin en medio de un tiempo de anarquía y de revueltas populares que amenazaron la estabilidad y la supervivencia del imperio durante un periodo de al menos veinte años. Hacia el final de dicho periodo, una rebelión militar contra el emperador Anastasio II derrocó a este en el año 715 para llevar al poder a un oscuro recaudador de impuestos llamado Teodosio, quien aceptó el nombramiento con renuencia. Frente a este golpe de estado, el strategos o gobernador militar de Anatolia nombrado por Anastasio, llamado León, no quiso reconocer al nuevo emperador, por lo que organizó un levantamiento de sus hombres que se dirigió a Constantinopla con el pretexto de reponer a Anastasio a la cabeza del imperio. En el camino, León fue proclamado emperador por sus hombres y, tras forzar la abdicación de Teodosio, quien se retiró a la vida monástica, accedió luego al trono imperial en el año 717 como León III, el Sirio.
León fue un emperador enérgico y decidido que reorganizó el imperio y combatió el creciente poder de los árabes, salvando a su reino de la caída y con ello a Europa entera de la amenaza islámica que significaba el califato de los Omeyas en su época. Sin embargo, su mandato fue marcado principalmente por la controversia iconoclasta que estalló en los primeros años de su reinado y se extendió luego a todos los sucesores de la dinastía fundada por él.
A pesar de que el problema de la veneración de imágenes ya había sido tratado en un concilio ecuménico al final del siglo VII, el cual concluyó que estas hacían parte importante en la expresión de la fe de las personas, por lo cual se aceptaba su existencia siempre que no se cayera en la idolatría, lo cierto es que los sectores más ricos de la iglesia promovían a su conveniencia la superstición y la comercialización de las imágenes, atribuyéndoles poderes divinos y haciendo de ellas materia de devoción, lo cual había provocado la reacción de algunos teólogos cristianos, afincados en la tradición judaica o influenciados por las ideas del islam, quienes criticaban que se hubieran reducido las imágenes de Jesús y de María a la mera condición de ídolos, objetos manufacturados a los que se les adoraba y se les pedían favores. León se opuso rotundamente a esta milagrería, así como a la acumulación de grandes riquezas por el clero, que gozaba de privilegios en materia de exención de impuestos y se encontraba exonerado del préstamo de servicios militares. En consecuencia, León prohibió la promoción de las imágenes y reliquias como objetos milagrosos y de culto, basándose en la condena bíblica de la idolatría, y a partir de 726 promulgó una serie de edictos que limitaban el uso de dichas imágenes dentro de las iglesias, ordenando que fueran retirados de los templos todas las representaciones de los santos.
La reacción no se hizo esperar: en Bizancio se produjeron revueltas populares y el papa Gregorio II condenó en Roma la injerencia del emperador dentro de las cuestiones de la iglesia. Un levantamiento originado en Grecia al año siguiente pretendió marchar contra la capital para deponer a León, pero fue duramente reprimida por la armada bizantina, mientras que en el exarcado de Rávena también se presentaron disturbios que no pudieron ser controlados y que desembocaron finalmente en la secesión de dicha provincia (que incluía a la ciudad de Roma) del poder central del imperio.
El conflicto continuó ganando en intensidad y hacia 730 se ordenó en Bizancio la destrucción de las imágenes y los objetos de veneración y la persecución de sus adoradores, los llamados iconódulos. El patriarca Germán de Constantinopla, ferviente iconódulo, renunció o fue obligado a dimitir, mientras que en Roma el nuevo papa, Gregorio III, convocó dos sínodos en donde condenó la iconoclastia y amenazó con la excomunión de sus promulgadores. La respuesta de León fue igualmente enérgica: hizo arrestar a los legados pontificios y confiscó gran parte de las tierras, bienes y recursos de la Santa Sede, pasándolos al tesoro imperial, además de que quitó las jurisdicciones del papa sobre las tierras de Sicilia y del sur de Italia, poniéndolas a cargo del nuevo patriarca de Constantinopla, con lo que privó a Roma de una fuente clave de ingresos.
A pesar de que León nunca convocó un concilio ecuménico para avalar su postura, ni logró la adhesión plena de ningún patriarca u obispo, de todos modos triunfó al imponer la iconoclastia como política durante su gobierno, con lo que terminó de sentar las bases de la subordinación de la iglesia al emperador, lo que en últimas terminó beneficiando más al patriarcado que al imperio mismo.
Como consecuencia de esta política, el papado en Roma empezó un acercamiento a los reinos de los francos en un intento de ganarlos como defensores de la fe, lo que alcanzaría su punto más álgido en la navidad del año 800, cuando Carlomagno fue finalmente coronado en una ceremonia litúrgica como emperador de los romanos. Las diferencias litúrgicas y doctrinales entre Roma y Bizancio se siguieron profundizando en el tiempo hasta que se consumó la separación definitiva de las dos iglesias a partir del Gran Cisma de 1054.