Al periodo que abarca el declive del imperio Romano y los inicios de la Edad Media se le denomina Tardo Imperio o Bajo Imperio Romano, y resulta fundamental en la transición del mundo mediterráneo, antiguo y pagano, hacia una nueva Europa, medieval y cristiana, centralizada continentalmente en torno a los reinos francos y germánicos.

La caída del imperio Romano de Occidente se ha explicado comúnmente como un proceso determinado por la progresiva infiltración de las llamadas invasiones bárbaras, los pueblos provenientes del centro norte y el este de Europa, incluso desde las estepas rusas y asiáticas, que llegaron para asentarse o para guerrear por las fronteras europeas del imperio. Una imagen muy recurrida resalta el carácter violento y barbárico de las invasiones, en oposición al supuesto mundo civilizado de los emperadores romanos del final del imperio, pero lo cierto es que el proceso tiene ciertos matices, que vale la pena considerar.

Durante el siglo II d.C., el todopoderoso imperio Romano del seculum aureum se alzaba sobre el Mediterráneo como la mayor y más espléndida entidad político militar de su época. En la parte europea de dicho imperio, las relaciones habían sido en general tensas con los pueblos de la frontera norte, más allá del Danubio, los llamados pueblos bárbaros, la mayoría de tronco común germánico, que se resistían fieramente a ser romanizadas y que eran vistos, en razón de las guerras mantenidas contra ellos, más bien como una fuente de esclavos por los romanos. De todos modos, las necesidades de estabilización política y territorial habían llevado a que el imperio se moviera en estos territorios también gracias a las alianzas y la guía por parte de algunas de dichas tribus que se prestaban a colaborarles, las cuales habían resultado cruciales para permitir la penetración romana hasta zonas tan al norte como las Islas Británicas. Así, empezó desde estas épocas un incipiente proceso de asimilación en las legiones romanas de los primeros elementos germánicos dentro de su organización, como unidades auxiliares y de apoyo, muchas de las cuales recibían como compensación territorios en las zonas de frontera donde podían asentarse.

Sin embargo, ya para inicios del siglo III, con el declive del poder imperial que marcó el fin del Siglo de Oro y el periodo de anarquía y lucha política que siguió entonces, la situación de guerra e inestabilidad imperantes permitió una aceleración del proceso de penetración de los bárbaros, de cuyas fuerzas y contingentes dependieron en grado cada vez mayor los futuros aspirantes al trono imperial. Solo gracias a la labor de emperadores fuertes y decididos, como Decio y Diocleciano, fue posible el mantenimiento de un equilibrio entre las fuerzas bárbaras y germanas, que formaban ahora importantes contingentes dentro del ejército romano, y la hegemonía imperial por otra parte, como fuente y representante primaria del poder. Una muestra de esto lo constituyó la reforma efectuada hacia finales de siglo por Diocleciano, que puso fin a la anarquía y cambió institucionalmente el título imperial de augustus, primus inter pares, a dominus, señor absoluto sobre el ejército y el imperio, sobre la vida y la muerte de sus súbditos. También, durante esta época el centro de poder empezó a gravitar cada vez más hacia el oriente, donde el imperio persa de los Sasánidas iba surgiendo como una amenaza real y creciente. Esto implicó que la parte occidental fuera cayendo cada vez más bajo el influjo de los señores de la guerra germanos, que empezaron a desarrollar sus propios linajes de nobleza y aristocracia dentro de la corte imperial.

Finalmente, el siglo IV es reconocido como el periodo donde la presión germana alcanza un grado más elevado en Europa, la cual se vio invadida por una gran cantidad de pueblos y migraciones desde el norte y el oriente, en tanto que el corazón del imperio Romano se consolidaba cada vez más en torno a Bizancio, luego de la refundación de la ciudad hecha por Constantino I, pero particularmente a partir de la partición del imperio realizada a finales de siglo por Teodosio, quien dejó a Honorio, su hijo menor, el dominio sobre Occidente, correspondiendo Oriente a Arcadio, el mayor. Para ese momento, el poder efectivo empezaba a ser ejercido sobre todo por los asesores militares del ejército, como Ricimero y Estauracio, de origen bárbaro, los cuales empezaron a mover sus propias redes de influencia para disponer según sus intereses los destinos futuros del imperio. Estos comandantes extranjeros se mostraron en general bien capacitados para manejar y decidir sobre los destinos del imperio, pero su carácter foráneo determinó un destino final trágico para muchos de ellos, absorbidos por los remolinos del poder en la agonizante Roma.

A grandes rasgos, los emperadores romanos de finales del siglo IV y del siglo V, niños muchas veces, no constituyeron más que meras figuras en manos de sus comandantes militares y de sus magister militum de extracción bárbara y extranjera. Incluso, la guardia más cercana al emperador de Occidente estaba formada por elementos foráneos que predominaban sobre un núcleo romano cada vez menor. En esta situación, no resultó tan fortuita en 476 la remoción del último de los emperadores romanos de Occidente por parte de Odoacro, uno de los elementos de su guardia y señor de los hérulos, quién envió luego las enseñas imperiales a Bizancio para declararse entonces meramente como rey de Italia, bajo la soberanía de los emperadores de Constantinopla. En ese sentido, la pretensión de Odoacro y los suyos no fue tanto echar abajo el imperio Occidental, que para ese tiempo ya hacía años que se había reducido considerablemente bajo la presión de los pueblos bárbaros y no era más que una triste sombra de su antiguo y espléndido pasado, sino más bien deponer a Rómulo Augústulo, último representante de un vetusto e inoperante linaje imperial romano en Occidente, para reemplazarlo por una figura monárquica más conforme con las condiciones del momento y lugar, bajo la tutela de los señores de Constantinopla, los legítimos representantes del poder imperial.

Efectivamente, a partir de entonces todos los señores de los diversos pueblos que tuvieron pretensiones reales en Europa hasta Carlomagno aspiraron únicamente a títulos de reyes, reconociendo, bien fuera de manera tácita o explícitamente, al emperador de Bizancio como el único con legitimidad para ostentar ese título, el heredero directo del poder imperial tras el declive político de la Roma del Tíber. La ciudad eterna pasó a ser desde entonces, en el imaginario común de la época, solamente la sede espiritual del papado romano, del obispo de la ciudad como representante y vicario del Solio de San Pedro.

Luego del fin del imperio Romano de Occidente, ya iniciadas las primeras décadas del periodo medieval, los señores de los reinos francos que empezaron a cristianizarse en el centro norte de Europa iniciaron un proceso de consolidación que los reveló como los nuevos representantes del poder en el continente, defensores del Solio Papal. Más de tres siglos después, Carlomagno elevó ese poder a su máxima expansión en Europa, sobre los antiguos territorios del imperio, pero hasta ese momento, y también después, los grandes representantes del poder y los grandes señores de suelos y hombres en la Europa fraccionada del Medioevo hicieron de la monarquía su figura principal de gobierno, dando de esa manera su forma particular a los tiempos medievales y a los modos feudales de relación y de producción característicos de los siglos subsiguientes.