Con la muerte del emperador Teodosio en 395 y el ascenso de su hijo Arcadio al trono imperial de Oriente, Bizancio dio inicio entonces al largo proceso de convertirse en el faro de la civilización cristiana en el este. Distanciándose cada vez más de Roma, sobre todo a partir del saqueo de la ciudad eterna por los godos en 410, Bizancio se centró en un mundo imperial cada vez más propio, al interior de sus inexpugnables murallas, y con ello llegó a definir poderosamente el carácter de los territorios bajo su dominio por los siglos siguientes.

La dinastía Teodosiana se mantuvo en el poder hasta el año 457, cuando murió sin descendencia Marciano, el último de sus emperadores, dando paso al ascenso de la dinastía isauria de León, la cual duró hasta principios del siglo VI y se distinguió por contribuir al estrechamiento de las relaciones entre el gobierno y el clero al promover la entronización de los emperadores bizantinos a partir de entonces como una ceremonia de consagración religiosa presidida por el Gran Patriarca Ortodoxo de Constantinopla. Con todo, los años de la dinastía estuvieron marcados por graves disputas religiosas internas, las cuales tuvieron como efecto a largo plazo la profundización del distanciamiento doctrinal con respecto a la autoridad eclesiástica de Roma, además del problema de la incorporación étnica de elementos extranjeros dentro del imperio y la conservadora sociedad ortodoxa de Bizancio. En el año 476, el emperador bizantino Zenón debió hacer frente a la caída del imperio romano de Occidente a manos del jefe hérulo Odoacro, al cual terminó finalmente por reconocer como rey de Italia, nominalmente bajo la soberanía de los emperadores de Oriente, aunque independiente de hecho en su propio territorio. Algo similar sucedió con las conquistas de los vándalos en África, lo que al cabo tuvo como consecuencia el asegurar la paz para el imperio oriental a cambio de la pérdida de soberanía sobre los territorios occidentales bajo dominio germánico.

Bajo el reinado de Anastasio, el último de los soberanos de la dinastía que reinó del 491 hasta su muerte en 518, se recrudecieron nuevamente las guerras contra el imperio persa Sasánida, que resultó ser el enemigo principal del imperio romano durante todo el tiempo que mantuvo su vigencia en los territorios persas hasta el posterior ascenso del islam, casi dos siglos después. Por el momento, el resultado de la guerra a principios del siglo VI resultó incierto para ambos bandos, que acordaron firmar un acuerdo de paz en el año 506, agotados debido a los años de esfuerzo bélico y con problemas internos más importantes para resolver dentro de sus respectivos territorios de influencia. En el año 512 estalló dentro de los territorios del imperio romano Oriental una gran rebelión de corte religioso, liderada por el gobernando militar de la provincia de Tracia y motivada sobre todo por la decisión del emperador del adoptar el monofisismo (la doctrina que establece que en Cristo la naturaleza divina se impone sobre la humana, eclipsándola) como su credo particular. Los rebeldes, entre los que se encontraban incluso fuerzas bárbaras de los hunos y los godos, solo pudieron ser reprimidos a finales del año 515, luego de lo cual Anastasio se preocupó principalmente por asegurar la sucesión del trono, pues contaba para ese momento quizá con más de ochenta años.

Fue a partir del ascenso de la dinastía Justiniana en el año 518 que el imperio bizantino de oriente alcanzó nuevamente notoriedad en el mundo mediterráneo, bajo el mandato de gobernantes fuertes y generales capaces y comprometidos. Anastasio murió en ese mismo año sin dejar descendencia, por lo que fue elevado como nuevo emperador el comandante de su guardia de palacio, Flavio Justino, con el nombre de Justino I. Justino contaba con cerca de setenta años al momento de su elección y había sido un militar con una carrera brillante, pero con una capacidad reducida para manejar los destinos políticos del imperio, por lo que intentó rodearse en su momento de los concejeros más talentosos que pudo encontrar. Entre ellos eligió a su capacitado sobrino, Flavius Petrus, al que terminó por adoptar como hijo, dándole como nombre el de Justiniano, el cual terminaría por ascender al trono en 527 luego de la muerte por causas naturales de Justino. Bajo el reinado del Justiniano el imperio alcanzó un gran momento de esplendor, cuando gran parte de los antiguos territorios del imperio fueron reunificados por última vez, por lo que llegaría a ser reconocido como una de las más importantes figuras de la antigüedad tardía y fue recordado por algunos cronistas posteriores como “el último de los grandes romanos”.