La Edad Moderna sigue a la Edad Media en la historia europea y tiene su origen en los drásticos cambios sociales, culturales e ideológicos que tuvieron lugar a lo largo del siglo XV, provocados por sucesos tan importantes y nuevos como la invención de la imprenta, que permitió una más libre difusión de las ideas y de la información, la caída del imperio Bizantino luego de la toma de Constantinopla por los otomanos, lo cual marcó el fin de la cultura imperial del mundo antiguo, y la incorporación de la realidad de un nuevo continente y una nueva concepción del mundo luego de la llegada de los exploradores oceánicos europeos a las tierras americanas, africanas y asiáticas. En este periodo aparecen los primeros cuestionamientos a la fe y a las obras cristianas en favor de una organización más racional y científica del conocimiento y se desarrollaron los nuevos modos de producción y valoración social basados en el dinero y la inversión capitalista frente a las viejas formas feudales asociadas a la tierra y a la idea de los orígenes nobiliarios.

Para el Cristianismo, la entrada en la modernidad implicó la necesidad de plantearse profundas reflexiones acerca de su papel social como guía de las almas y político como garante de un buen gobierno. En 1517, un monje alemán llamado Martín Lutero, inquieto por los crecientes hechos de corrupción y decadencia dentro del estamento católico romano, clavó en las puertas de su iglesia de Wittenberg un documento de noventa y cinco tesis en el que cuestionaba, principalmente, la práctica eclesial de la venta de indulgencias (que posibilitaba comprar el perdón del cielo con dinero muchas veces mal habido) y promulgaba la necesidad de permitir una interpretación más libre y personal de las Escrituras sagradas, que habían sido desde siempre patrimonio exclusivo del estamento sacerdotal, lo cual abría el debate acerca de la posibilidad de traducirlas a las llamadas “lenguas vernáculas”, es decir, la lengua nacional de las gentes del común, para quienes hasta el momento solo les era posible acceder a la Biblia en su versión en latín, la lengua litúrgica de Roma.

Este acto tan inocente en apariencia dio pie a una tremenda revolución del pensamiento europeo que trastornó todas las instituciones vigentes hasta ese momento y vio el surgimiento de importantes pensadores en casi todo el continente, como si un soplo vital recorriera el mundo despertando a las conciencias y los espíritus aletargados. Muchos de estos pensadores (Wycliff, Hus, Calvino, Knox, etc.) se ocuparon en buena medida de las relaciones del ascendente poder de la burguesía citadina dentro las estructuras de la religión, enmarcadas en una discusión acerca de la libertad como expresión nacional de un deseo de soberanía propia frente a la concentración de poder del papado. Su obra contribuyó poderosamente a la definición de los espíritus nacionales europeos, que constituyeron un elemento clave de la evolución de todo este periodo.

Producto de toda esta agitación surge la Reforma en los países del norte de Europa, el fenómeno del surgimiento de nuevas iglesias protestantes y denominaciones cristianas evangélicas, segregadas de la hegemonía romana y fuertemente identificadas como parte de las expresiones nacionales, ligadas a sus pueblos a través de las lenguas particulares de cada uno de ellos. Este fenómeno caracteriza aún a la Europa de hoy en día, donde prácticamente cada uno de sus países tiene un idioma propio, aunque casi todos con raíces germánicas o latinas.

Para ese momento, luego de su apropiación sobre el Nuevo Mundo, España surgió bajo el reinado de Carlos I de España y V de Alemania como una primera potencia de orden mundial, defensora además de una tradición profundamente católica, lo que dio fundamento a su vez a la Contrarreforma, como respuesta del catolicismo papal frente a las iglesias segregadas, cuando el arte barroco de las iglesias alcanzó sus mayores cúspides. Aparecieron nuevas órdenes religiosas de importancia capital, como la compañía de Jesús (los Jesuitas) y algunas de las anteriores (franciscanos, dominicos, agustinos, etc.) ganaron nueva fortaleza y preponderancia. Sin embargo, y asociado también a este fenómeno, Europa se sumió nuevamente en un periodo de guerras religiosas que enfrentaron a católicos contra protestantes, con fuertes choques y matanzas que mancharon de horror y sangre casi todo el continente.

Huyendo de este clima de corrupción decadente e inseguridad, algunos grupos religiosos de puritanos y cuáqueros ingleses se embarcaron hacia el norte de América buscando ejercer una iniciativa de soberanía autónoma, pues querían constituir un gobierno propio que les permitiera ejercer libremente su religión, un imaginario que les recordaba fuertemente la emigración de los antiguos hebreos a la tierra prometida. Estos padres peregrinos fueron el origen fundacional de la nación estadounidense, que con el tiempo llegaría a ser una de las naciones más poderosas de la tierra hasta nuestros días, con fuerte tradición evangélica protestante.

Por supuesto, en el resto de América hacia el sur, que constituyó en ese momento parte de los imperios españoles y portugueses, ambos católicos, el proceso de evangelización fue muy diferente y está también en el origen de las diferencias, entre otras, que caracterizan actualmente a las naciones del norte de América frente a las del sur.