Otra cuestión del quehacer histórico tiene que ver con la fidelidad de las fuentes a las que se acude para la elaboración de la Historia como tal. A manera de ejemplo: los registros sumerios, asirios y egipcios siempre mostraron a sus propios pueblos como civilizados entre un mar de bárbaros, y como siempre victoriosos y gloriosos, cosa apenas comprensible si se tiene en cuenta que aquellos que elaboraron los registros (generalmente funcionarios públicos dentro de una burocracia real) tenían por fuerza que escribir cosas que sonaran agradables en alabanza de sus reyes, con el riesgo quizá de perder el puesto (¡o la cabeza!) si sus escritos no agradaban a sus jefes. Pero también pudiera pasar, en otras circunstancias, que los escritos se pierden o no se pueden producir, como les sucedió a los griegos durante su Edad Oscura, cuando perdieron los sistemas de escritura minoica y micénica, o a los romanos tras el incendio de sus archivos en 390 a.C., por lo que historiadores de la época como Heródoto y Tucídides, o Tito Livio, debieran basar parte, o mucho, de sus elaboraciones históricas en tradiciones orales, transmitidas quizá a lo largo de siglos, con la consecuente deformación y mitificación que aquello implicaba.

Una cuestión más se refiere a los modos y métodos de la Historia, puesto que una cosa es presentar una relación de hechos y personajes tal y como fueron conocidos, desde una visión particular, o de los que apenas se tiene noticia, sin mayor contextualización ni crítica, pues con esto se da cabida a importantes imprecisiones y distorsiones (ejercicio que recibe el nombre más bien de logografía), y otra muy diferente es tratar de hallar las relaciones que conectan unos hechos con otros, las causas profundas (más allá de las que aparecen en un principio como las más aparentes) que derivan en consecuencias claras, con una pretensión objetiva y científica, en un esfuerzo por dar forma a un cuadro lo más coherente y preciso posible. En este sentido, el aporte de la escuela alemana de historiografía (disciplina que es en sí misma una discusión acerca de cómo y qué hace la Historia) durante el s. XIX resultó de suma importancia, al emplearse en desarrollar metodologías y herramientas de análisis que posibilitaran un quehacer lo más científico, crítico y objetivo posible, en torno a la Historia y sus documentos.

Sin embargo, el mismo éxito derivado de esta última aproximación configuró una situación problemática adicional, y es que, debido a que la Historia como disciplina científica se ha elaborado principalmente dentro de las aulas y las escuelas europeas y occidentales durante los últimos dos siglos, y desde esos lugares, con sus respectivas limitantes y prejuicios, han surgido intentos de interpretar otras historias

que no encajan dentro de los modos ni los procesos occidentales, se ha llegado, en un extremo, a hablar por ejemplo de feudalismo japonés, o de lucha de clases en sociedades precolombinas, o de evolución cultural de muchas civilizaciones en los mismos términos de la evolución de la cultura europea occidental, o, en el otro extremo, de querer entender procesos, más bien localizados, a una escala global, como cuando se habla generalizadamente de la Primera Guerra Mundial para un conflicto principalmente europeo, que dejó sin afectar, ni causar efectos directos sobre ellas, (al menos no de manera tan dramática, vale decir, no experimentaron el horror y la devastación de la guerra) amplias zonas del globo en Asia, África y América (incluso en la misma Europa), lo que evidencia una fuerte limitación a la hora de entender y dimensionar objetivamente los procesos históricos. Por cierto, que nuestros procesos históricos americanos no han sido los menos tocados por esta manera de “hacer” historia, lo que llevó a que, para nombrar solo un caso, el de la construcción del ideario ciudadano y centralista en la ciudad de Buenos Aires, en la Argentina de finales del s. XIX y principios del s. XX, se desechara como “bárbaro” todo lo que fuera indígena y autóctono y se aceptara como “civilizado” y deseable solamente aquello que provenía de la Europa blanca y eurocéntrica.

Esta dicotomía “civilización – barbarie”, por supuesto, no es propia únicamente de los occidentales, ni únicamente de los tiempos modernos, y puede encontrarse en casi todos los lugares y en casi todos los pueblos que, en los ires y venires de la Historia, han llegado a sobresalir algún punto sobre sus vecinos (puesto que lo mismo hicieron los griegos, los chinos, los indios, los egipcios, etc., en diversos momentos y en diversas épocas, mucho tiempo atrás), a tal punto que puede llegar a considerarse a esta característica como una variable más, muy importante a tener en cuenta a la hora de tratar de entender diversas y tendenciosas elaboraciones históricas.