La primera forma de matrimonio entre los antiguos romanos la constituía el vínculo legal y religioso denominado confarreatio, nombre dado a causa de la oblación de torta de harina (farreum libum) que ambos esposos, enfrente del Pontifex Máximus, del Flamen Dialis, de una mujer casada asistente llamada pronuba y de diez testigos más, ofrecían a Iuppitter Optimus Maximus, a Júpiter, la divinidad mayor del panteón romano, durante la ceremonia de unión, celebrada a mediados de junio bajo el signo de los mejores auspicios. La esposa, cuyo matrimonio había sido arreglado previamente por los padres, se cubría el rostro antes de ser “tomada por su marido” (nubere viro), y constituía todo un privilegio para las matronas romanas el llegar a recibir en su vida el epíteto de univira, como honra a su fidelidad y constancia para con su matrimonio. Tras firmar con su esposo las tabulae nuptiales, el contrato matrimonial, la pronuba les unía las manos derechas, y luego venía la pantomima del rapto por parte del esposo desde la casa paterna, para llegar a talassio (expresión marital, invocada por los acompañantes del novio, de significado no del todo claro) hasta el hogar matrimonial, pasando de este modo de la autoridad de su padre a la de su esposo, in manu (en la mano, lo que está vinculado al gesto matrimonial de “pedir la mano” al padre de la novia).
También existió entre los romanos una segunda forma de matrimonio o connubium, cuyo origen ellos mismos declaraban desconocer, llamada coemptio, de valor legal (aunque sin connotaciones religiosas), y común sobre todo entre las clases más adineradas, en donde la esposa era “comprada” simbólicamente por el esposo, en el sentido de que este se ofrecía a garantizarle la manutención de por vida para la formación de un hogar familiar, lo cual implicaba que no era una transacción de compra de una esclava ni de una concubina, y esto lo sabía muy bien la mujer romana que se avenía a este tipo de contrato, previa aceptación de su padre. Ambas formas matrimoniales expresaban una manera de coparticipación de los cónyuges, típicamente romana, que se resume en la respuesta “ubi tu Gaius, ego Gaia” (“Donde tú seas el hombre, yo seré la mujer”), dada por la esposa a la pregunta del marido por su nombre, a lo que este le contestaba “ubi tu Gaia, ego Gaius”, antes de hacerla entrar, en vilo, al hogar matrimonial.
Por último, existían en la legislación romana de las XII Tablas formas de connubium sine manu, más adecuadas al usus de la plebe en general, sin connotaciones religiosas, que declaraban la validez del matrimonio luego de un año de convivencia marital ininterrumpida, excepción hecha de que la esposa hubiese pasado al menos tres noches fuera de la casa (en la casa de sus padres, se supone) durante ese periodo (figura denominada usurpatio trinoctii).
Estas formas matrimoniales muestran pues, como ya se ha dicho, una evolución del estatus marital de la mujer hacia una igualdad virtual con su esposo, no sancionada taxativamente por la ley. Persistieron con ellas, por supuesto, diferencias insalvables entre hombres y mujeres en las sociedades de aquellos tiempos, y el mismo estatus ganado vino a acarrear otro tipo de consecuencias complejas sobre la mujer, en tanto que, como garante moral del hogar, base del estado romano, el crimen de adulterio por parte de la esposa no era ya solo de carácter moral, sino más bien religioso, como un atentado contra el orden social, al permitir el engaño y la llegada de hijos extranjeros al hogar, a diferencia del marido, para quien sus infidelidades con prostitutas u otras mujeres no acarreaban tal peligro.
Con el correr de los tiempos, Roma se fue orientalizando cada vez más, y en algún momento los dioses del Estado fueron desplazados y reemplazados por el panteón griego, aunque sobrevivirían aún los cultos del hogar, de Vesta, de los lares, manes y penates, del genio familiar. Pero con la llegada del Imperio, que en el campo ético significó un colapso moral para Roma, y el arribo de nuevas riquezas y nuevas ideologías que ponderaban el dinero por sobre el deber y el honor, se profundizaron las divisiones de clase, cuya consecuencia final sería la pérdida de fidelidad al ideal del Estado y a sus instituciones, por lo que al lado de los emperadores corruptos, los libertos parvenus, las ideas del escepticismo griego y el falso sentido de seguridad burocrática, encontramos también las quejas de Juvenal en sus Sátiras sobre las mujeres malas, y la percepción, algo prejuiciosa, de que la mujer emancipada de los tiempos del Imperio llevó a la destrucción del hogar familiar, al afirmarse sobre todo en un individualismo extremo y hedonista que despreciaba la vida y el sentido de sana moral de los antepasados. Dicha idea sería acogida luego por los padres cristianos, para afirmar tendenciosamente que en un hogar donde la mujer tiene libertad se crían la maldad y la licencia, y que era por tanto necesario y sano reducir a la mujer a una condición de reclusa dentro de la casa. Así, para concluir, el estatus de la mujer durante el medioevo experimentó un retroceso, que no surgía desde las prácticas previas de la Roma republicana, sino como un proceso de degradación propio de las civilizaciones, en las que todos sus individuos, hombres y mujeres, quedan complicados de diversas maneras.