Sofisma que ocurre cuando se pretende presentar como fuente de autoridad, como último referente de la verdad, a la opinión que resulta más extendida o más aceptada por una mayoría, la cual puede referirse a poblaciones tan heterogéneas como una nación completa o un reducido auditorio. Incluso, durante mucho tiempo la humanidad entera estuvo dispuesta a aceptar conceptos tan discutibles como que la guerra y la esclavitud estaban plenamente justificadas como únicas formas de interrelación entre los pueblos, que los hombres eran intrínsecamente superiores a las mujeres o que las clases gobernantes estaban signadas por derecho divino (o por un decreto del Cielo), lo que no implica necesariamente que por gozar de aceptación universal dichos conceptos debieran ser aceptados como verdades primarias, puesto que los avances alcanzados paulatinamente en relación a los derechos humanos y a las formas consensuadas de gobierno han venido a poner en tela de juicio, después de mucho tiempo, dichas concepciones que ahora resultan anticuadas.

De la misma forma, toda afirmación que busca fundamentarse exclusivamente en la supuesta autoridad del pueblo o de una multitud de personas para sustentar su validez, como si la verdad de un argumento hallara su respaldo final en la cantidad de gente que lo apoya, resulta de manera necesaria una evidente falacia, dado que aquello que es sostenido por muchos puede no serlo más que por opiniones desinformadas, intereses particulares, creencias subjetivas ampliamente extendidas o emotividades generalizadas.

Así, no por ser mayoritariamente aceptada resulta cierta una afirmación, y en ese sentido cabe aquí hacer una clara diferenciación: resulta cierto que una determinada opinión o postura pueda estar ampliamente extendida, o ser defendida por una gran parte de la población, y esta valoración se puede determinar con algún grado de precisión haciendo uso de métodos estadísticos. Pero incluso si se llegara a un 100% de aceptación, es decir, incluso si el total de la población bajo estudio se mostrara de acuerdo, este dato estadístico no nos daría mayor información acerca de los fundamentos lógicos y de la validez de los argumentos que sustentan dicha opinión, y a estos habría que llegar por medios distintos más dentro del campo de la lógica formal.

Por ejemplo, los sondeos y las encuestas electorales que miden la aceptación de un determinado candidato o partido no nos dicen nada acerca de la validez de las propuestas de dicha entidad, y para ese fin no está de más recordar que las tesis del partido nazi gozaban de una aceptación abrumadoramente mayoritaria en la Alemania de la década de 1930 y que la misma suerte han conocido infinidad de otras dictaduras, pero esto no constituye más que una constatación de las determinadas preferencias subjetivas de un sector de la población, que no por ser mayoritario resulta por eso más verdadero.

Apelar al sentimiento popular para sustentar una tesis que carece de prueba objetiva constituye entonces lo que podemos llamar un sofisma de opinión, respaldado sobre la base de una muy dudosa y voluble autoridad, dado que muchas veces una gran parte de las masas resulta víctima de manipulaciones tendenciosas y de carencias o sesgos de información, por lo que las exigencias de imparcialidad en sus juicios ni siquiera pueden ser consideradas. Más aún, sucede con frecuencia que incluso aquellos que pudieran sostener opiniones distintas o mejor informadas se abstienen de exponerlas, ya sea por temor a la reacción general o por vergüenza a no ser considerados parte del colectivo, con lo que la uniformidad de las posturas se mantiene: “¿Para dónde va Vicente? Para donde va la gente”, o, como suele expresar una recriminación común que las madres hacen a sus hijos, “Si todo el mundo come estiércol o se tira de un puente, ¿tú harías lo mismo?”.

La mejor manera de contrarrestar estos argumentos falaces consiste muchas veces en señalar los fallos de información que alteran la fiabilidad de las opiniones populares o denunciar su carácter parcializado y subjetivo, aunque en otras ocasiones también pueden resultar útiles las comparaciones. Por ejemplo, no necesariamente por vivir en un régimen democrático se puede decir que se está en el régimen más libre y mejor informado; también los griegos, inspiradores de la democracia, fueron una sociedad esclavista donde las mujeres eran segregadas hasta la nulidad, y cayeron muchas veces bajo el influjo de hábiles demagogos que los indujeron a las opiniones más erróneas. De la misma forma, puede creerse actualmente que los Estados Unidos, quizá el país más rico del mundo, resulta un paraíso de bienestar para todos, pero no es sino dar una mirada a algunas de las comunidades más deprimidas del sur del país o de los guetos y suburbios más pobres de algunas de las grandes ciudades para darse cuenta de que la realidad es muy diferente para muchos.