El concepto de pecado aparece como central en muchas religiones, no solo en el cristianismo, y alrededor del mismo se han articulado múltiples y muy variadas elaboraciones, por lo que su definición completa y sus delimitaciones resultan ser en general tarea compleja. Particularmente, las llamadas religiones abrahámicas, el judaísmo, el cristianismo y el islam, incluyen y tratan el tema del pecado, aunque con diferencias y desde perspectivas más o menos distintas. Mientras que en el judaísmo se entiende como una especie de desviación, de alejamiento de la Ley de Dios, que se traduce en actos y transgresiones concretas y deliberadas, en el islam se profundiza la idea de pecado como un estado de separación o abandono de la Misericordia de Dios, y se le conocen diversas categorías, de las cuales la más grave, según el mismo Corán, la constituye la asociación (de las Atribuciones de Dios a otras deidades, o de otras deidades al mismo Dios), es decir, la negación de la Unicidad de Allah y su Señorío Absoluto sobre toda la creación. Cabe añadir, además, que en otras religiones como el budismo y el hinduismo, el concepto de pecado cae más bien en la idea del karma, esto es, de la ley de causa y efecto o de retribución particular por nuestros actos propios, mientras que confesiones como el animismo no contemplan la idea de pecado en sí, pero sí se ocupan de la maldad que puede aparecer o habitar en el ser.
También el cristianismo ha elaborado sus propias concepciones sobre pecado, que llegó a constituir una de las preocupaciones centrales en general de los hombres del Medioevo, regidos como se encontraban por una religión única y una Iglesia monolítica. Dado que se imponía la idea de una única moral, la moral cristiana católica, asociada al ejercicio del gobierno y al mantenimiento del orden social cohesionado, igualmente se podía postular el pecado como una especie de delito moral, una transgresión que, en la medida de su gravedad, podía verse necesitada de extirpación, algunas veces violenta. Lamentablemente, se contempla mucho esta época a la luz de las acciones de una Inquisición intransigente y persecutoria, que marcó con sus acciones mucho de la historia negra que se ha tejido en torno a la Iglesia de aquellos tiempos. Y es que, efectivamente, las hogueras, las prisiones y proscripciones, la censura, la persecución encarnizada y legalizada de herejes y proscritos, se convirtieron en una realidad palpable para muchos en el Medioevo, y algunos de los capítulos inquisitoriales llegaron a tener un poder y una influencia decisiva en múltiples hechos notorios.
Asimismo, como concepto teológico, mucho del mundo medieval giró en torno al temor del pecado, y de los posibles castigos, no solo terrenales, sino también trascendentales, que podían derivarse de tales transgresiones. Una idea importante fue la del pecado original, según la cual, la transgresión cometida por Adán y Eva, que los llevó a la expulsión del Edén, manchó de ahí en adelante a toda su descendencia, inclinada desde entonces al mal y al abandono de Dios, hasta la llegada de Jesucristo y el misterio de su Pasión, que fue realizada para la remisión de los pecados del mundo.
De la misma manera, muchos teólogos medievales se dedicaron a describir toda una imaginería del pecado, asociada hasta cierto punto a las geografías y lugares del infierno, que resultó un tema fructífero de bestiarios y representaciones del arte medieval. Ya desde mediado del siglo III se había venido elaborando el concepto de pecados capitales, que para ese momento eran ocho, no tanto por su carácter mortífero sino por ser cabeza u origen de muchos otros pecados relacionados y derivados. Pero fue san Gregorio Magno, papa de finales del siglo VI, quien revisó y redujo los ochos primeros (intemperancia, avaricia, lujuria o fornicación, vanidad; ira, pereza, tristeza y soberbia) y presentó la lista de los siete pecados capitales que nos ha llegado hasta ahora (lujuria, pereza, gula, ira, envidia, avaricia, soberbia), contrapuestos cada uno a su correspondiente virtud cardinal (castidad, diligencia, temperancia, paciencia, caridad, generosidad y humildad, respectivamente). Estos pecados terminaron por alimentar abundantemente los imaginarios, ya no solo medievales, sino también posteriores, de la cultura cristiana europea y de las regiones bajo su influencia, como la América colonizada. Llegaron a asociarse a demonios específicos en toda la jerarquía infernal (lujuria con Asmodeus, soberbia con Lucifer, etc.) y fueron fuente significativa de relatos e imágenes, presentes tanto en los sermones como en las más diversas manifestaciones artísticas. La soberbia en particular, fue considerado el pecado original, inicio de todos los pecados, el pecado de Lucifer, al querer hacerse igual a Dios, pero también el pecado del hombre, que olvida su origen y su dependencia primera de Dios y se envanece en su propia pequeñez.